En muy pocas horas, Donald Trump asumirá nuevamente la presidencia de los Estados Unidos, que ya ostentó entre enero de 2017 y de 2021, y se convertirá en el 47º presidente. Lo hará, además, tras una aplastante victoria en las elecciones del pasado mes de noviembre, en las que se impuso a Kamala Harris por 312 delegados a 226 y más de dos millones de votos de diferencia. Esa victoria impulsó a los republicanos, que se encuentran en una situación única y con un poder prácticamente absoluto, ya que además de la presidencia del país tendrán el control de las dos cámaras legislativas y del Tribunal Supremo, una situación que le permitirá controlar la agenda política sin oposición, al menos, hasta las elecciones de medio mandato, en noviembre de 2026.

Decir que existe preocupación con Trump en la Casa Blanca es, seguramente, quedarse corto. Sus advertencias estos últimos meses, sus mensajes a sus opositores y sus compañías políticas escogidas para gobernar el país —Elon Musk, el dueño de Tesla, para liderar el departamento de Eficiencia Gubernamental es un ejemplo— vaticinan un segundo mandato repleto de inestabilidad y de conflictos. También podría pasar lo contrario: que sus bravuconerías dialécticas fueran solamente eso y nada más. Una continuación del personaje a veces histriónico que utiliza palabras gruesas en todas sus intervenciones, que incomoda a aliados y a enemigos, pero que no enciende nuevos fuegos en el complicado panorama mundial.

Trump pretende apuntalar desde la Casa Blanca un giro drástico hacia posiciones más populistas y de extrema derecha

Su primer golpe de efecto anunciado desde hace semanas va a ser la firma de un centenar de órdenes ejecutivas que pretende que se visualicen desde el mismo instante de su vuelta a la Casa Blanca. Allí van a estar, seguramente, sus medidas relativas a la seguridad fronteriza y el control de la inmigración, ejes de su campaña electoral y elementos clave en su victoria. Pero también por este camino de las órdenes ejecutivas —nunca un presidente llegó con tantas encima de la mesa para dejar claro sus objetivos desde el primer día— va a abordar cuestiones relacionadas con las políticas de género, la burocracia federal y cambios en la energía, priorizando hidrocarburos y relajando normas ambientales.

Pero, sin duda, los mayores interrogantes con Trump están puestos en sus relaciones con China e Irán, dos enemigos históricos de Washington, Rusia y con la Unión Europea. En el caso de China, sus promesas de imponer aranceles del 60% a todo lo que provenga del país asiático y sus promesas de priorizar sus políticas de Estados Unidos, primero irán acompañadas de una presión a Pequín para que reduzca el aumento del flujo de fentanilo, una poderosa droga que ha causado miles de muertos en Norteamérica. En el caso de Europa, los presagios pesimistas que se hacen tienen consistencia. Por un lado, está su apoyo indisimulado a las corrientes ideológicas más cercanas a la ultraderecha y solo hace falta ver la lista de invitados a su toma de posesión: desde Santiago Abascal a Giorgia Meloni, pasando por Viktor Orbán y Nigel Farage, que se suman al argentino Javier Milei o al brasileño Jair Bolsonaro.

Toda una carta de presentación sobre cómo pretende apuntalar desde la Casa Blanca un giro drástico hacia posiciones más populistas, y de derecha extrema y de extrema derecha. Una política que hasta ahora se había practicado con cuentagotas en Europa y siempre dentro de la ortodoxia política y que con Trump entra definitivamente en una nueva era.