No es ningún secreto y no debería ser tampoco ninguna sorpresa la actuación manifiestamente hostil del gobierno de Pedro Sánchez a la comisión del Parlamento Europeo que estudia el espionaje con el programa israelí Pegasus a los líderes independentistas catalanes, y que se desplazará a Madrid la semana próxima, los días 20 y 21 de marzo. ¿Qué interés va a tener el Gobierno en que se sepa lo que ha estado ocultando hasta la fecha? Pues ninguno, claro está. Sánchez y sus ministros se desentendieron del problema una vez fue cesada la directora del CNI, Paz Esteban, hará el próximo mayo ya un año, que actuó como chivo expiatorio para que el caso de espionaje de mayor dimensión conocido en Europa no escalara a puestos más altos, como hubiera sido si salpicaba a la ministra de Defensa, Margarita Robles, o al titular de Interior, Fernando Grande-Marlaska.
España cerró filas, porque aquí sí se pusieron de acuerdo el régimen del 78, con PP, Vox y Ciudadanos arropando al Gobierno. Sacó lo máximo que pudo el conflicto de Pegasus de la agenda política y ofreció a la comisión de secretos oficiales del Congreso de los Diputados unos cuantos de los nombres espiados. Del resto se desentendió, poniendo encima tierra suficiente para que cualquier intento de llegar a la verdad fuera, en la práctica, imposible. Ahora, después de no pocos esfuerzos, se ha conseguido que la comisión del Parlamento Europeo que estudia el espionaje de Pegasus tenga primero una prórroga del calendario inicialmente previsto para el informe, y en segundo lugar, que se desplace a Madrid.
Como no lo han podido evitar, han puesto todos los obstáculos posibles para que su trabajo sea lo menos fructífero posible. En primer lugar, las fechas: llegarán el lunes día 20, que es festivo en la Comunidad de Madrid, una circunstancia que casualmente se les olvidó de trasladar a la delegación oficial cuando se empezaron a barajar las fechas del viaje desde Bruselas. Pero bueno, alguien les susurró que no se preocuparan, que tendrían todo el martes para celebrar las reuniones y que, por descontado, estarían a su disposición para ser convocados. Pero entonces el Gobierno sacó un nuevo as de debajo del sombrero: ¿qué mejor que colocar la moción de censura de Vox a Pedro Sánchez el martes 22 y así todos están ocupados con el esperpento español del nonagenario Ramón Tamames, un excomunista liderando la alternativa de la ultraderecha en el Congreso de los Diputados?
El evidente boicot ha reducido a cenizas el trabajo de la comisión, más allá de las reuniones que puedan tener con los independentistas. Los damnificados del espionaje, porque los demás preferirán participar en esta imagen grotesca, casi ridícula, de Tamames pidiendo los votos que nadie le va a dar. Dicen desde la Moncloa que tampoco es muy importante darle esquinazo a la comisión Pegasus, ya que el tema es más judicial que político. El problema es que ya sabemos que judicialmente no se va a avanzar nada en la Audiencia Nacional, porque nada es la información comprometida del gobierno español de la que se dispone para poder caminar en serio. Entonces solo puede ser político, porque ha sido con este gobierno con el que se ha producido y, además, hay serias sospechas de que las cloacas del Estado no se han movido solas.
No es muy distinto en el mecanismo de funcionamiento al de la Operación Catalunya donde solo se ha querido llegar hasta el exministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, que hasta la fecha se ha comido con una paciencia franciscana —nada ha declarado a la justicia por más que, desde su entorno, se le ha pedido reiteradamente que lo hiciera— las instrucciones recibidas de sus superiores. Aquí, en el espionaje de Pegasus ha sido, incluso, un escalón menos, ya que el único cese producido es el de la directora general del CNI. Si del Gobierno depende, o de la presidencia del Congreso, se darán por satisfechos si se van de la capital española habiendo almorzado o cenado en Lhardy, uno de los restaurantes del Madrid castizo, en la carrera de San Jerónimo, o habiendo degustado en Casa Lucio unos huevos estrellados o un rabo de toro. Tamames en el atril del Congreso y el rabo de toro en el plato. Madrid, capital de España.