Realmente, hay poco margen para pensar que la manera como ha planteado el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, la cumbre hispano-francesa, que se celebrará este jueves en Barcelona, no responda a una provocación. La belicosidad expresada en los últimos días, no exenta de un punto de bravuconería, en lo que respecta al trato que se le dispensará al president de la Generalitat durante la reunión; los ministros del Gobierno convertidos en papagayos de una falsa normalización política en Catalunya y del final del procés, o la guinda, este mismo miércoles, de la Abogacía del Estado sumándose a las posiciones más duras de la Fiscalía General del Estado en el escrito del juez Pablo Llarena referente a la reformulación de las órdenes de extradición del president Carles Puigdemont, entre otros, no son una casualidad. Una metedura de pata siempre puede ser posible pero calentar la cumbre innecesariamente solo puede obedecer a una estrategia que muy probablemente debe tener que ver con que Sánchez se ha enfundado ya el mono de la campaña electoral y cuando hace eso no tiene ni amigos ni aliados.
Como todos sabemos cómo funciona lo de los gestos en política, no es ni casualidad ni imprescindible que La Moncloa lleve días minimizando el papel de Aragonès en la cumbre hispano-francesa y explicando que solo estará en la recepción protocolaria del presidente francés, Emmanuel Macron, con la coletilla de igual que cualquier presidente de una comunidad autónoma o el alcalde o alcaldesa de la ciudad donde se celebra la reunión. No fue el caso de otra cumbre celebrada en 2006, en aquella ocasión de la ciudad de Girona, de la que nadie quiere ahora acordarse a la hora de sentar un precedente, en que el entonces president Pasqual Maragall arrancó de José Luis Rodríguez Zapatero, después de no poca insistencia, algo característico en él, un estatus de mucho mayor lustre, ocupando en aquel entonces el palacio del Eliseo Jacques Chirac.
Tampoco es casualidad la ofensiva del gobierno por provocar un choque en el independentismo a raíz de la carpeta Puigdemont. Ha cerrado el fuego que inició el presidente del grupo parlamentario del PSOE, Patxi López, y siguieron entre otros el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, o la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, y la ministra de Hacienda y Función Pública, María Jesús Montero. La ministra, al referirse a los escritos de Llarena y de la Fiscalía y al hecho de que se le atribuya el tipo agravado de malversación para mantener penas altas de condena, ha concretado que demuestra que los socialistas tienen razón cuando aseguran que la reforma del Código Penal no ha despenalizado la pena de malversación e incluso ha endurecido los delitos de corrupción. Y ha remachado, en Televisión Española, que esperaba que con los nuevos escritos judiciales, el president Puigdemont "pueda ser extraditado a nuestro país y pueda responder ante la justicia en breve". En breve.
Pero, seguramente, todas las dudas que pudiera haber respecto a la posición del gobierno en el tema de cuál era su última intención con la reforma del Código Penal han quedado despejadas con el escrito de la Abogacía del Estado. Si sorprendente era el de la fiscalía -por parte de un gobierno en el que se han escuchado en boca de su presidente, aunque tenga algo de fanfarronada, expresiones como "¿De quién depende la fiscalía? Del gobierno, no? Pues ya está"-, lo que no tiene justificación ninguna es el escrito de 14 hojas que firma Rosa María Seoane. Aquí la obediencia es inexcusable, como se vio en el caso de Edmundo Bal, que dimitió como jefe del departamento penal de la Abogacía del Estado, antes de viajar a Ciudadanos, cuando el gobierno Sánchez le forzó a retirar los delitos de rebelión a los presos del procés y dejarlo solo en sedición.
Es un escrito que, como el de la Fiscalía, puede acarrear hasta 17 años de prisión a Puigdemont si fuera extraditado y el Supremo aceptara sus planteamientos tras la reforma del Código Penal. Pedro Sánchez llega con todas estas bazas a Catalunya. El riesgo que corre es que buscando reencontrarse con la España que ha perdido acabe perdiendo la parte de Catalunya que cree que tiene. La manifestación de este jueves en Montjuïc, en el inicio de la cumbre hispano-francesa, es en contra de todo esto y para demostrar que el movimiento independentista sigue vivo por más que se le haya rezado el responso innumerables veces.