Han bastado unos pocos meses para que el Tribunal Supremo haya dado un golpe encima de la mesa y haya dejado meridianamente claro que la ley de amnistía, aprobada por el Congreso de los Diputados, va a acabar teniendo un efecto político limitado. En cualquier caso, muy lejos de lo decidido por el legislador, que ha sido menospreciado de una manera absolutamente incomprensible en un estado democrático. Han decidido convertirse, estos magistrados, en única autoridad y excluir de la misma a los políticos exiliados en el extranjero por los hechos de octubre de 2017 y también a los presos condenados en el juicio del procés. Se trata, en el Supremo, de Carles Puigdemont, Toni Comín y Lluís Puig, que quedan bajo las órdenes de detención de Pablo Llarena, y de la no suspensión de la inhabilitación por parte del magistrado Manuel Marchena de Oriol Junqueras, Jordi Turull, Carme Forcadell y Dolors Bassa.

Que ello suceda simultáneamente a las negociaciones entre los equipos del PSC y de ERC para tratar de cerrar la investidura de Salvador Illa —y de la que ambas partes emiten estos últimos días señales optimistas— y coincida también con el nuevo ejercicio de autoridad del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, que ha suspendido el decreto que protege el catalán en las aulas elaborado por el gobierno Aragonès, no deja de ser un ejemplo del desconcierto que vive la política catalana. Se pone antes el huevo que el fuero.

La justicia española ha demostrado que las leyes siempre son interpretables. En contra de los catalanes, claro.

La cuestión central es: ¿se busca un acuerdo para superar el actual parón autonómico, la actitud hostil con el catalán como lengua propia, el traspaso real de las principales infraestructuras del país y cerrar un acuerdo total en materia de financiación autonómica que suponga alcanzar el concierto económico? O, por el contrario, ¿lo que se pretende es salir del actual atolladero para evitar la repetición de elecciones? Obviamente, todos los partidos dicen aspirar a lo primero, pero el resultado es que Catalunya siempre se queda con un palmo de narices. Cuando pasa una y otra vez, pedir actos de fe está fuera de la lógica política. En los últimos 20 años, el Estado español no ha cumplido ninguno de los acuerdos a los que han llegado sus representantes políticos. Desde el primero de ellos, el Estatut d’Autonomia de Pasqual Maragall, en 2004, hasta la reciente ley de amnistía.

En este contexto, es especialmente difícil saber cómo acabarán las negociaciones para investir a Salvador Illa. El único candidato aparentemente posible, ya que ni el PSOE ni el PSC van a facilitar la investidura de Puigdemont. Por si no fuera poco el complejo rompecabezas, hay un factor que también sobrevuela como un puñal por encima de cualquier negociación. ¿Es factible la investidura de Illa si en medio del debate parlamentario es detenido el president Carles Puigdemont? Algo que sucederá seguramente cuando la policía española tenga constancia de que ha cruzado la frontera, ya que el magistrado Pablo Llarena ha sido taxativo. Y, al final, la justicia española ha demostrado que las leyes siempre son interpretables. En contra de los catalanes, claro.