El próximo miércoles por la mañana, y después de algo más de nueve años, un president de la Generalitat traspasará las puertas del palacio de la Zarzuela y se reunirá con Felipe VI. No es, evidentemente, un hecho menor y prueba de ello es el tiempo transcurrido desde la última visita, en julio de 2015, y el hecho de que desde aquella reunión del monarca con Artur Mas no se ha reunido con ninguno de sus sucesores, Carles Puigdemont, Quim Torra y Pere Aragonès. Acorde con la formación política en la que milita, el PSC, Salvador Illa ha acelerado esta visita, que muchos catalanes consideran fuera de lugar por el hecho de que se lleve a cabo sin que previamente haya habido una disculpa del jefe del Estado por aquella terrible intervención televisiva del 3 de octubre de 2017 y que, visto ahora con más perspectiva, significó una inflexión en la represión al independentismo.

Lo he dicho antes y vale la pena resaltarlo: forma parte de su ADN que Illa visite la Zarzuela, y que se realice con tanta celeridad, teniendo en cuenta que tomó posesión del cargo el 10 de agosto, este sábado hará cinco semanas. El enfoque de su presidencia está en consonancia con su discurso político: hay una nueva etapa en Catalunya y es el momento del reencuentro, proclama. Nada más acorde con esta filosofía que modificar drásticamente lo que hace nueve años que no se hacía. En estas cinco semanas en el cargo, ha dado varias muestras de que su presidencia no guardaba, en el terreno nacional, comparación con ninguno de sus predecesores. Ni tampoco con los dos socialistas que habían desempeñado antes el cargo, Pasqual Maragall y José Montilla.

Si la diferencia está en los gestos, las palabras y las imágenes, Illa ha hablado más de Josep Tarradellas que todos sus predecesores en tan poco tiempo. Ha incorporado con normalidad la bandera española a su despacho —y no solo cuando es un representante del Estado español quien lo visita— y ha acabado su discurso de la Diada de manera diferente a todos sus antecesores, ya que no ha incluido el Visca Catalunya final. Si hay alguna disciplina en que las formas tienen su importancia, esta es la política, e Illa está confiriendo una impronta propia. Quizás, consciente de que las presidencias anteriores de socialistas, en 2003 y en 2007, con una pátina de un catalanismo muy visible —Quim Nadal, Antoni Castells, Ernest Maragall, Marina Geli— no les dio resultado electoral alguno.

Parece como si Illa quisiera que su presidencia se asemejara más a lo que es el PSC actual que a cualquier otra cosa y aprovechar para ello el caos existente en el partido que dirige Marta Rovira y que fue quien a la postre le facilitó la investidura, Esquerra Republicana, que en aquella época pretérita estaba en el gobierno y ahora ve los toros desde la barrera, quien sabe si provisional o definitivamente. La situación es tan diferente a la de la última década que no pasará mucho tiempo en que Felipe VI acuda a un acto institucional en el Palau de la Generalitat. No deja de ser una paradoja que el pasado mes de mayo, en plena campaña electoral, el entonces president y candidato a la reelección, Pere Aragonès, proclamara en Tarragona que si Salvador Illa accedía a la presidencia, el rey Felipe VI se pasearía por la Generalitat y por eso pedía el voto para Esquerra Republicana. Votos que sirvieron para hacer president a Illa y cerrar el círculo del cambio de rasante actual con la monarquía.

No estaría de más que, siguiendo el hilo de varios discursos pronunciados ya por Illa, en los que proclama su voluntad de gobernar para todos los catalanes, el president le hiciera saber al monarca que para una amplia parte de la sociedad catalana, seguramente mayoritaria, el desapego con la institución que Felipe VI representa es importante. Muy importante. Y que el problema catalán sigue vigente. Sin resolver. Vaya o no vaya el president de la Generalitat al palacio de la Zarzuela.