Las primeras muertes de la guerra de Ucrania en Polonia, después de que explosionaran dos misiles, han provocado durante unas horas una situación de pánico en el mundo entero y de manera muy especial en Europa. ¿Estábamos por primera vez ante una situación incontrolable y Rusia había activado un botón que difícilmente se podría ya detener? Polonia ya había convocado su Consejo de Seguridad Nacional y activado sus unidades militares, y también estudiaba invocar el artículo 4 de la Alianza, que hubiera significado convocar una reunión de miembros de la organización después de que su integridad territorial, independencia o seguridad hubiera estado amenazada. La escalada estaba en marcha en la tarde noche del martes y, por suerte, en la mañana de este miércoles las incertezas sobre la autoría del misil daban paso a un escenario mucho más gestionable, ya que se trataba, casi con toda seguridad, de un error humano de las tropas ucranianas y dejaba a Moscú fuera del foco de la responsabilidad.
Pero el incidente nos recordó algo que sabemos que puede pasar en cualquier momento y que el hecho de que no se le preste la atención necesaria no lo hace desaparecer. La guerra de Ucrania y la invasión ordenada por Putin, que dentro de poco enfilará su décimo mes, es un polvorín que, en cualquier momento, puede descontrolarse por una decisión militar rusa o por un error de su ejército. En estas horas lo hemos visto, también cómo las cadenas de televisión de todo el mundo interrumpían sus emisiones por lo que podía llegar a pasar. No eran muy diferentes los análisis que se hacían y aunque todos se resistían a inflamar el ambiente, el riesgo de un conflicto bélico a gran escala ahí estaba. Peligrosamente a la vuelta de la esquina.
La cumbre del G-20 reunida en Bali, con el presidente de EE.UU., Joe Biden, a la cabeza, ha permitido que los líderes occidentales siguieran lo que estaba pasando en Polonia conjuntamente, pudieran unificar mensajes y hablaran del trabajo conjunto en busca de la paz. Eso está muy bien, pero nada parece ir en esta última dirección. No constan movimientos diplomáticos para detener el conflicto bélico; han desaparecido, al menos públicamente, aquellos intentos iniciales, y estamos abiertamente ante una guerra convencional entre dos ejércitos, de la que vamos sabiendo a través de las diferentes informaciones cuáles son las novedades de ciudades ucranianas que primero caen en manos rusas y luego son liberadas algunas de ellas por el ejército ucraniano, reforzado con material bélico facilitado por diferentes países occidentales. Estos partes de guerra sí que nos ofrecen una situación en tiempo real que nos permite constatar que Rusia está ante una encrucijada difícil, con pérdida de posiciones importantes, algo que sin duda tiene un efecto devastador en Moscú.
Pero no nos acerca, ni mucho menos, al final del conflicto y, con la llegada del invierno, el miedo occidental no hace sino crecer. Primero, por los precios de la energía. Pero de manera muy importante por todas las consecuencias colaterales de una situación que ha desembocado en una inflación galopante que solo ha podido ser detenida con el aumento importante de los tipos de interés y el riesgo palpable de recesión en muchas economías. Eso dibuja unos próximos meses difíciles, al menos hasta bien entrada la primavera, y la incerteza plenamente instalada en cualquier diagnóstico económico de futuro que se quiera realizar.
Quizás, la nota más positiva de estas últimas horas ha sido la reacción contenida de todos los líderes mundiales, con un discurso claramente en las antípodas de quienes quieren iniciar un conflicto bélico a gran escala. Ese es el único motivo, aunque muy pequeño, para una mínima esperanza.