Cuando aún no había empezado la Operación Catalunya —la de los Fernández Díaz, Villarejo y compañía—, que, si tuviéramos que situar en una fecha orientativa sería entre el primero y segundo trimestre de 2012, unos meses antes de la primera gran movilización de 11-S convocada por la ANC y por Òmnium, ya existía la Operación Catalán. Es decir, la operación para que la lengua propia de Catalunya perdiera su condición de lengua vehicular en la enseñanza, algo que siempre ha molestado a la derecha política y mediática así como al amplio mundo de la judicatura —en mucho menor medida, al mundo financiero y empresarial—, que eso de que en España el castellano no fuera la única lengua importante y el catalán quedara en una lengua anecdótica lo ha llevado ciertamente mal.
José María Aznar lo tenía entre ceja y ceja en su campaña electoral de 1996, pero se interpuso Jordi Pujol, cuyos votos eran necesarios y el presidente del PP pagó una suma muy alta por llegar a la Moncloa. La cabeza de Vidal-Quadras, no tocar ni una coma de la legislación sobre el catalán, el desarrollo de la policía catalana con agentes suficientes para hacerse cargo del tránsito en las carreteras, así como otras competencias en financiación autonómica y en prisiones, la supresión de los gobiernos civiles, auténticos contrapoderes del estado contra las autonomías, y la supresión del servicio militar. Fue, de mucho, el mejor pacto autonómico —estamos hablando de eso, un acuerdo autonómico— alcanzado nunca entre Catalunya y el gobierno español entre 1980 y 2022.
Tanto, que el escozor de Aznar por el peaje pagado en 1996 le llevó, cuando en el año 2000 obtuvo la mayoría absoluta en las Cortes, a aplicar con saña el programa de máximos que tenía en mente desde 1993, cuando compitió por primera vez contra Felipe González. Entonces se empezó a implantar una idea de España recentralizadora en cuanto a las competencias, privatizadora en lo que respecta a las empresas del Estado y de monolingüismo, castellano claro está. Sería, sin embargo, en 2011, con Mariano Rajoy en la presidencia y José Ignacio Wert en el Ministerio de Cultura, que se pisaría el acelerador y la ley Wert empezaría a hacer una y otra vez jaque, jaque, jaque a la inmersión lingüística.
No sería hasta la ley Celaá, en 2020, que abrió un mínimo camino del corsé de la ley Wert, ya que permitía, o así lo entiende la Generalitat, sortear la obligación de impartir el 25% de clases en castellano. Fruto de ello es la ley aprobada por el Parlament con el acuerdo de Esquerra, Junts y PSC que hace concesiones respecto al castellano para sortear la sentencia del TSJC y que, en este auto, ha validado el Supremo. Porque, de hecho, lo que ha dictaminado el Supremo es la anulación de los proyectos lingüísticos de dos escuelas de Barcelona y de Abrera por no cumplir con un 25% de castellano en la enseñanza, pero de acuerdo a la legislación anterior, no a la aprobada en el Parlament hace unos meses y sobre la que el Tribunal Constitucional aún no se ha pronunciado.
En resumen, el pulso viene de lejos y, por tanto, el estado español no se va a conformar, porque ya lo han intentado con Aznar y Rajoy y les ha salido bien. Tienen la judicatura y los medios a su favor y una corriente de simpatía en España, de la que participa una cierta izquierda. Y sí, el catalán no lo tiene fácil.