Se cumplen este sábado cinco años del 1 de Octubre de 2017, una fecha de un enorme simbolismo de pasado, de presente y de futuro. Una jornada que movilizó a millones de catalanes para participar en el referéndum de independencia de Catalunya organizado por la Generalitat y que consiguió el hito histórico de colocar las urnas en tiempo y forma, para desesperación del estado español, incapaz de encontrar ninguna. Fue un gesto de emancipación nacional que no tenía precedentes en tres siglos, un acto de generosidad partidista empujado por la ciudadanía a no desbaratar una ilusión colectiva, y también fue un mensaje de autoestima de un país necesitado de una victoria, tan acostumbrado como está a las derrotas y a las luchas cainitas. Por un corto período de tiempo, Catalunya dejó de lado las pequeñeces propias de un país sin estado y, lamentablemente, tan desconocedora de lo que es el poder con mayúscula.
Una gran diferencia con el estado español, que si algo sabe es del uso del poder y de recurrir a lo que está en su ADN, el uso de la fuerza. Aquel 1 de octubre, España asustó a Europa, y los diferentes países de la Unión comprobaron cómo se reprimía con violencia a los que iban a depositar una papeleta en una urna. Empezando por la cancillera Angela Merkel, que trasladó a Mariano Rajoy que esa violencia policial no podía continuar. De ahí cómo se paró en seco por la tarde la represión de la mañana que había dejado, según los servicios médicos, alrededor de 4.000 heridos. Se ha dicho muchas veces que aquello fue una victoria colectiva y es absolutamente cierto. Fue la victoria de los soldados del independentismo.
Cinco años después, aquel horizonte de esperanza ha desaparecido. Y lo que hay es tierra quemada. Mucha tierra quemada. La división ha hecho mella y la política se ha convertido en politiquería. Había un 52% a favor de la independencia en las urnas en febrero de 2021, un resultado histórico que nunca antes se había producido. Hoy aquel esfuerzo se ha malbaratado. Lo hemos visto estos días en vivo y en directo con escenas más propias de un parvulario que de un país que aspira a la independencia. ¿Cómo se podrá convencer a más ciudadanos de que han de sumarse a las fuerzas favorables a la independencia si entre ellos no son capaces de ponerse de acuerdo para gobernar? Decía De Gaulle en plena Segunda Guerra Mundial una frase que se ha hecho célebre: "Cuando tengo razón, me enojo. Churchill se enoja cuando se equivoca. Estamos enojados el uno con el otro la mayor parte del tiempo". Así están Esquerra Republicana y Junts per Catalunya y, por ende, muchos de sus dirigentes obsesionados en ganar su relato particular antes que el relato de todos.
No deja de ser sorprendente las pocas lecciones aprendidas de aquel octubre de 2017. Cada uno se ha quedado de aquella fecha histórica la parte que mejor podía explicar a su parroquia cuando la gente lo que ha preservado es la unidad. No hay concentración en que la palabra unidad no sea uno de los lemas más coreados por los asistentes. Nadie quiere la división más que los unionistas, ya que sería su gran victoria rompiendo la mayoría parlamentaria. Darles este triunfo es una irresponsabilidad y un error histórico que no dejará vencedores sino solo derrotados. Igual que son recordados los nombres que aunaron esfuerzos para el 1-O serán recordados los líderes de la ruptura. Que nadie tenga ninguna duda. Porque la ciudadanía tiene memoria, aunque se le aplique en ocasiones un apagón informativo. No estamos a mediados del siglo pasado, ni en los años 70 y 80 en que los filtros enviaban el mensaje que el poder quería.
La unión hace la fuerza y la discordia debilita, ya decía Esopo varios siglos antes de Cristo. Y nada ha cambiado por más que muchos se piensen que son El Mago Pop y que pueden hacer números de prestidigitación sin que el personal se dé cuenta.