Tal día como hoy del año 1453, hace 571 años, el ejército otomano —dirigido por su soberano Mehmed II— derrotaba a las últimas defensas y saltaba las murallas de Constantinopla. Con la caída de la capital romana de oriente, se ponía fin a un imperio que había sido fundado quince siglos antes por Augusto, el primer emperador de Roma (27 a.C.). Posteriormente, en el año 395, el Imperio Romano había sido dividido en dos partes: el occidental, con capital en Roma, y el oriental, con capital en Constantinopla (la antigua Bizancio, hasta entonces capital de la provincia romana de Tracia). En el año 475, la parte occidental se hundió definitivamente, pero, en cambio, la parte oriental no solo resistiría el proceso de descomposición que afectaba a Roma, sino que, poco después, alcanzaría su época más esplendorosa (siglos VI y VII) y se proyectaría en el tiempo hasta 1453.
La caída de Constantinopla fue la culminación de una etapa de crisis que se había iniciado con el cambio de milenio (siglos X y XI). Ese imperio, que a caballo entre las centurias del 500 y del 600 había consolidado el dominio sobre su mitad, se había expandido sobre buena parte de las antiguas posesiones romanas occidentales (península Itálica, Sicilia, Cerdeña, Córcega, litoral mediterráneo de la península Ibérica, Baleares, Magreb) y se había convertido en la primera potencia del mundo conocido. Mil años más tarde y cincuenta años antes de la caída (principios del siglo XV), había quedado reducido al territorio de tres pequeñas regiones (Bósforo, Salónica y Atenas) que tan solo representaban un 1% de la superficie de su época de plenitud. Su último emperador fue Constantino XI, que murió defendiendo las murallas de la ciudad el día de la caída.
Durante este proceso de crisis y contracción, el Imperio de Oriente estuvo gravemente amenazado en varias ocasiones. Durante las cruzadas a Tierra Santa (1099-1394), los caballeros que lideraban esas operaciones atacaron al Imperio de Oriente para crear dominios personales. Pero la amenaza más grave la sufrió entre 1303 y 1318, cuando la Compañía Catalana de Oriente (los almogávares) habían acudido como mercenarios del emperador romano, pero tras una serie de traiciones, habían desplegado una serie de campañas de resarcimiento que habían estado a punto de provocar la caída del Imperio. Los emperadores orientales Andrónico II y Miguel IX tendrían que aceptar la constitución de los ducados catalanes de Atenas y de Neopatria (1311-1390), enclavados en el corazón del Imperio, como una premonición que anticipaba el final de ese histórico edificio político.