Tal día como hoy del año 1151, hace 872 años, en la villa de Tudillén (en aquel momento la parte del reino de Navarra ocupada por el reino de León), Alfonso VII, rey de León, de Castilla y de Galicia, y Ramón Berenguer IV, conde independiente de Barcelona y príncipe (hombre principal) de Aragón, firmaban un tratado por el cual se repartían el territorio peninsular resultante de la desintegración del califato de Al-Andalus. En aquel momento, la parte musulmana de la península Ibérica estaba bajo dominación de los almohades, las tribus bereberes del Magreb que se habían independizado del califato de Damasco y que habían creado un imperio que abarcaba la mitad occidental del norte de África (de Trípoli a Agadir) y la mitad sur de la península Ibérica.
Ramón Berenguer IV se reservó la ocupación de las regiones musulmanas de Valencia y de Murcia (actuales territorios del País Valencià, Murcia y las provincias castellano-manchegas de Cuenca y Albacete). Eran el extremo sur de los antiguos conventus (subdivisiones provinciales) romanovisigóticos Tarraconense (con capital en Tarragona) y Caesaragustanus (con capital en Zaragoza). Por su parte, Alfonso VII de León, que por iniciativa propia se había intitulado "emperador de todas las Españas", se reservó las antiguas provincias romanovisigóticas de la Cartaginense (con capital en Cartagena), que se corresponde a los actuales territorios de la Mancha y Andalucía oriental, y de la Bética (con capital en Sevilla), que se corresponde a la actual Andalucía oriental.
Aquel tratado resultaría de una gran importancia, porque delimitó las zonas reservadas a la ocupación de los principales estados cristianos del norte, que acabarían dibujando el mapa medieval definitivo de la península Ibérica. Aquel tratado revela, también, que se estaba reduciendo la atomización del poder cristiano, y que los núcleos que reclamaban el protagonismo peninsular eran las cancillerías de León y de Barcelona. En este punto es importante destacar que la lengua de cultura y de poder de estas cancillerías (la leonesa y la barcelonesa) eran el latín y el gallego y el catalán, respectivamente. El castellano era una lengua popular y limitada a su territorio (Cantabria y los valles altos del Ebro y del Duero) y no era conocida en ninguna cancillería.