Tal día como hoy del año 1659, hace 365 años, en la isla de los Faisanes (un islote fluvial en medio del río Bidasoa), Luis de Haro, ministro plenipotenciario de la monarquía hispánica, y su homólogo francés, Jules Mazzarino (más conocido como el cardenal Mazzarino), firmaban el Tratado de Paz de los Pirineos, que ponía fin a la Guerra hispanofrancesa (1635-1659) y a la Guerra de Separación de Catalunya (1640-1652/59). Durante buena parte de aquel siglo, las monarquías hispánica y francesa se habían enfrentado en varios conflictos para dirimir el nuevo liderazgo continental y mundial (el imperio hispánico, primera potencia desde 1519, había iniciado su decadencia, mientras que la monarquía francesa estaba inmersa en una dinámica ascendente que la conduciría a la primacía).

Después de un cuarto de siglo de guerras (casi medio siglo, si contamos desde el estallido de la Guerra de los Treinta Años, 1618-1648), la monarquía hispánica estaba exhausta y solicitó el inicio de conversaciones de paz (1656). En aquel contexto, la delegación diplomática francesa reclamó la entrega de los Países Bajos hispánicos (la actual Bélgica) a cambio del fin de las hostilidades. La transferencia de dominio de los ricos Países Bajos hispánicos era el verdadero objetivo de la cancillería francesa. Pero en la corte hispánica imperaba una cultura punitiva contra Catalunya, por la Revolución independentista de 1640, que, a ojos de las clases cortesanas de Madrid, había sido una traición que había puesto en peligro la unidad y la continuidad del imperio.

Haro y sus negociadores ofrecieron las plazas militares más importantes del sur de los Países Bajos hispánicos y ofrecieron también los condados del Rosselló y del Conflent. El rey Luis XIV, tras valorar la oferta hispánica, proclamó que Francia no tenía ningún interés en aquellos pequeños territorios al pie de los Pirineos, pero que los retenían para forzar, en un futuro, la obtención parcial o total de su objetivo prioritario: los Países Bajos. Durante lo que restó de siglo (1659-1700), mientras Versalles codiciaba su objetivo prioritario, los condados del Rosselló y del Conflent y la mitad norte de la Cerdanya (a partir de 1660) tuvieron el estatus de Provincia Extrangera, es decir, que no fueron nunca incorporados, totalmente, a los dominios de la monarquía francesa.

Felipe IV entregó a Luis XIV los condados del Rosselló y del Conflent (1659), y más tarde la mitad norte de la Cerdanya, a cambio de que los franceses retiraran el apoyo al estado catalán independiente proclamado en 1641. Ultrajando las Constituciones de Catalunya, que había jurado anteriormente, amputó un trozo del país y, de mutuo acuerdo con la delegación francesa, lo presentó como el deseo de que los nuevos límites siguieran el trazado de la época romana, siguiendo las crestas de los Pirineos. Este argumento se demostraría totalmente falso cuando al año siguiente cedió la Alta Cerdanya, que es de la cuenca del Segre, es decir, es territorio situado en la parte sur de la cordillera, dentro de la península Ibérica.