Tal día como hoy del año 1612, hace 413 años, en Madrid; el rey hispánico Felipe III firmaba un “privilegio” que quería regular la actividad taurina en todas las ciudades y villas de sus dominios. Este “privilegio” era una concesión del monopolio para la organización de corridas de bueyes y se concibió como una fuente adicional de ingresos para las arcas de la corona: se vendía a un particular por una importante cantidad de dinero. El primero que compró este “privilegio” fue el negociante valenciano de origen napolitano Ascani Manchino, que obtuvo el monopolio de la organización de corridas de bueyes en València capital por un periodo de “tres vidas”.

Posteriormente, los herederos de Manchino se venderían el “privilegio” antes de su expiración y este monopolio lo ejercerían, consecutivamente, el castellano Felipe de Salas —canciller de Felipe III y miembro de Consejo de Indias— y el francés Martín de la Bayrón. Este monopolio impulsaría los calendarios de temporadas regulares que, durante el posterior siglo XVIII, derivaría en la construcción de los primeros cuerpos taurinos fijos. El primero de la península Ibérica sería el de Béjar, en el antiguo reino de León (1711). Sin embargo, la primera plaza fija del País Valencià no se construiría hasta pasados más dos siglos del “privilegio” de los Manchino: sería la de Bocairent (1843).

Después de la Guerra de Sucesión (1701-1714/15), la aristocracia borbónica abandonaría las plazas de toros porque lo consideraba un espectáculo bárbaro y cruel. Los bueyes quedarían relegados a la categoría de espectáculo popular y sería entonces cuando surgiría el toreo, en sus dos corrientes: la vasconavarra (que se basaba en los recortes y en los saltos) y la andaluza (que utilizaba la capa para engañar al buey). Barcelona construiría —con madera— su primera plaza fija en la Barceloneta (1802), con capacidad para 14.000 espectadores; que serviría de base para la posterior construcción de la plaza del Toril, edificada con ladrillo, piedra y madera (1834).