La tarea de encajar cadáveres bajo tierra no acostumbra a estar muy bien pagada. Pero Carlos Carrizosa (Barcelona, 1964) es un hombre que acostumbra a tomarse el trabajo sucio con buen sentido del humor. Contemplar al líder de Ciudadanos en campaña, sabiendo que ninguna encuesta sitúa la formación naranja en el Parlament, me recuerda a la archiconocida primera escena del quinto acto de Hamlet, cuando el sepulturero se encuentra preparando la tumba del payaso Yorick y el protagonista shakespeariano contempla su calavera, recordando cómo lo hacía reír cuando era pequeño. A Ciudadanos, hoy por hoy, solo le queda la osamenta nostálgica del año 2017, cuando el partido liderado por Inés Arrimadas se impuso en las elecciones al Parlament, superando a Carles Puigdemont y concentrando el voto unionista con 1.109.732 papeletas que, solo siete años después, se transformarán en escasos miles de supporters.

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Visto el panorama, Carrizosa ha optado por convertir una campaña fúnebre en una despedida bastante divertida. El candidato de Ciudadanos se presentó al debate de TV3 con una llamativa americana azul y la camiseta de corazón tribandera (catalana, española y europea) con la cual los naranjas habían llenado estadios en Catalunya, igualito a los nostálgicos de los conciertos de Bruce Springsteen en el Camp Nou. De hecho, en este mismo debate, parecía que Carrizosa habría estado mucho más contento intercambiando sus intervenciones absolutamente anodinas por alguna estrofa del Glory Days. Cuando lo entrevistan o los compañeros de la prensa le toman declaraciones, al candidato de Ciudadanos ya no le da ningún reparo mostrar que no se ha preparado las intervenciones porque, se podría decir, que está absolutamente de vuelta. Puestos a despedirse, mejor hacerlo entre sonrisas.

Por mucho que duela al lector, Carrizosa y los suyos pueden retirarse bien tranquilos de la política. Desde su fundación en 2005, los intelectuales orgánicos de Ciudadanos (la mayoría de ellos molestos con el PSC maragallista, a quien consideraban —correctamente, a mi entender— un partido nacionalista más) fundaron el invento basándose en dos obsesiones: primero, demostrar que había una alternativa a la izquierda de los socialistas que pudiera incorporar el jacobinismo madrileño a Catalunya y, en segundo término, romper el consenso social que siempre había tenido la inmersión lingüística. Con su victoria del 2017, nefastamente gestionada por Inés Arrimadas, el partido naranja demostró que podía ser una alternativa al PSC. Finalmente, sus militantes pueden sentirse parcialmente contentos; el partido desaparecerá, pero conseguirán que el socialismo entierre para siempre a Maragall.

Cuando los grandes partidos han vuelto a la hegemonía, el independentismo ha olvidado la vía unilateral y Puigdemont vuelve a hablar como un convergente más, Ciudadanos ya no tiene razón de ser

Con respecto al tema lingüístico, Ciudadanos ha inoculado el virus antiinmersión en parte de la derecha catalana. Hace treinta años, ni a un primera espada como Alejo Vidal-Quadras se le habría ocurrido nunca hablar en español en el Parlament de Catalunya o en TV3. Normalizando el uso del español en las instituciones, Ciudadanos ha conseguido acomodar la presencia del bilingüismo, con la consiguiente pérdida de uso social del catalán. Todo tiene cierto cachondeo, sobre todo si pensamos en como incluso el independentismo ya está reconociendo abiertamente que la inmersión lingüística no se aplica a la mayoría de escuelas y de institutos del país. Pero eso da igual, porque Ciudadanos, que era un instrumento con pocas pretensiones, y Albert Rivera (que ha acabado exiliado en Madrid, igual que Inés Arrimadas) siempre podrán decir que su hijo acabó enterrado, pero que lo importante del caso, las ideas, sobrevivieron en el cielo.

Hará falta estudiar muy profundamente la historia de Ciudadanos y escribirla justamente desde la perspectiva de un partido netamente catalán. Digo eso porque el mayor error de Albert Rivera fue el de intentar exportarlo a todo el Estado, ignorando que las élites madrileñas le reirían todas las gracias mientras pusiera a caldo el nacionalismo catalán, pero que lo acabarían dejando en calzoncillos en caso de osar querer ser presidente del Gobierno español. Así fue, y Ciudadanos ha caído simplemente porque ya ha hecho el servicio que tenía que hacer a los empresarios de Madrid que querían una alternativa de derechas a Podemos, con el objetivo de hacer ver que España le lavaba un poco la cara al bipartidismo. Cuando los grandes partidos han vuelto a la hegemonía, el independentismo ha olvidado la vía unilateral y Puigdemont vuelve a hablar como un convergente más, Ciudadanos ya no tiene razón de ser. Toca recoger los muebles y entregar la llave del pisito.

Carrizosa es el hombre ideal para acabar la mudanza y entregar los restos del partido a la derecha española. De hecho, al candidato no puede disimular las ganas que tiene de poder volver a pasear de nuevo por el Eixample y de ejercer tranquilamente sus dos pasiones; la abogacía y la lectura. Tristemente, a pesar de su huella en la política catalana, no habrá podido hacer realidad su sueño, que era educar a su tríada de hijos en español como lengua vehicular. Con respecto a la cosa nacionalista, Salvador Illa y Pedro Sánchez se encargarán de limitar la expansión del independentismo, como de hecho siempre lo había hecho Maragall, a través de un invento denominado catalanismo. Carrizosa ha sido muy duro con los socialistas y el PP durante la campaña; sin embargo, una vez jubilado, podrá volver a votarlos y quién sabe si a pedirles trabajo, porque les ha hecho gratuita y ejemplarmente de fontanero.

La única incógnita del partido naranja, hoy por hoy, será ver si les queda suficiente dinero a la caja para presentarse a las elecciones europeas. Les costará, eso seguro, encontrar a un candidato que sea tan buen sepulturero como su superviviente en Catalunya.