No es ninguna casualidad que Laia Estrada (Tarragona, 1982) haya llegado a la primera línea política justo en el mismo curso que en Catalunya han triunfado obras como El imperativo categórico de Victoria Szpunberg u Ocàs i fascinació de Eva Baltasar, textos protagonizados por heroínas que combaten la violencia del precariado —supuestamente producto del capitalismo más salvaje— mediante actos de coacción y rebeldía. A pesar de ser más joven que las autoras citadas, Estrada podría ser la maestra que encarnaba Àgata Roca en la obra de Szpunberg, una mujer que detecta los resquicios del sistema y expone las contradicciones con una mezcla incesante de mala leche pero con una cierta sonrisa astuta. La comparación no resulta forzada, sobre todo si pensamos que Estrada ha trabajado como docente de alumnos en riesgo de exclusión y es conocida por su combate en el terreno del derecho a la vivienda.
Estrada tiene la genética progresista en la sangre; hija de un sindicalista y de una profesional sanitaria, alumna de la escuela y de la universidad pública, la candidata cupaire es licenciada en Ciencias Ambientales, lo cual la convierte en una óptima opositora a proyectos megalómanos —y antinaturales, nunca mejor dicho— como el Hard Rock, uno de los chivos expiatorios de la CUP a la hora de llamar al voto. De hecho, es fácilmente comprobable como los cupaires han abandonado el discurso más duro del independentismo, de cuando se reivindicaban como la garantía de la secesión ante las tentaciones pactistas de republicanos y convergentes, para abrazar tendencias globales contra el crecimiento económico. Estrada configura una versión amable de la izquierda extrema, de un aire mucho más maternal y seductor; es, para decirlo lisa y llanamente, la amiga precaria y progre que nos anima las comidas con su tabarra antifa.
En un entorno de polarización entre el PSC y Junts (que aumentará todavía más con la irrupción del tándem Sánchez y señora en la campaña catalana) y con una independencia que ya nadie ve alcanzable, la CUP ha quedado un tanto fuera de juego en el tablero político catalán. De hecho, los cupaires ya hace dos elecciones que pierden votos y, hoy por hoy, solo les queda la cara visible de Lluc Salellas, el político que se hizo con la alcaldía de Girona con un perfil marcadamente sociovergente. Desprovistos de un discurso épico nacional y en competición con los Comuns por el flanco izquierdo, los cupaires se enfrentan al peor fantasma electoral posible: no saber exactamente por qué se les tiene que votar. En este sentido, la elección de Estrada (y el hecho de que no haya desestimado la opción de entrar en un gobierno de coalición indepe) nos ofrecen una respuesta vaporosa: la CUP se presenta para izquierdizar la esquerrovergència.
Desprovistos de un discurso épico nacional y en competición con los Comuns por el flanco izquierdo, los cupaires se enfrentan al peor fantasma electoral posible: no saber exactamente por qué se les tiene que votar
Desde esta perspectiva, Estrada tiene un currículum de afición por la cosa pública irreprochable; no solo ha sido la diputada más combativa contra el famoso casino del sur, sino que ha aprovechado la tarima del Parlament para exigir un modelo público universal de residencias geriátricas y la internalización de la mayoría de servicios que el Departament de Salut ha adjudicado a la empresa privada cuando era comandado por Junts y Esquerra. De hecho, ejerciendo de concejala en Tarragona, la candidata tuvo un papel esencial en la denuncia por corrupción de la empresa Inipro, un asunto que acabó de sepultar la reputación del antiguo alcalde Fèlix Ballesteros. Estrada también puede aportar un currículum activista de represión, al haber sido acusada del delito de desórdenes públicos durante la manifestación que tuvo lugar durante la visita del Consejo de Ministros español en Tarragona en 2018, causa finalmente archivada.
No es extraño que, para popularizar a su candidata, el entorno cupaire haya hecho correr un vídeo de 2002 (en plena protesta por la huelga general del 14-N) donde vemos a la ahora candidata protegiendo a un joven manifestante de las hostias de los Mossos. De hecho, los mismos cupaires han recordado un hit victimista contra el cual ningún procesista podrá combatir; Estrada ya entró en el calabozo antes de nacer, cuando La Crida organizó una sentada en Tarragona en 1982 para protestar contra el ingreso de España en la OTAN, y su madre, embarazada de dos meses, acabó detenida. El problema, como pasa siempre, será ver qué poder tendrá la CUP en el entorno de un Parlament donde la extrema derecha quizás tendrá la llave de la legislatura. Sea como sea, la CUP no hará la independencia; pero, cuando menos, podría evitar que un yanqui barrigudo acabe tirando monedas compulsivamente delante de una máquina tragaperras.
Todos tenemos a una amiga a la que apreciamos, que vive en precario y es objeto de nuestra literatura torturada y autocomplaciente. Gracias al sistema democrático —y al capitalismo, por mucho que le duela— Laia Estrada podrá seguir predicando su credo contra el sistema con un sueldo garantizado, durante cuatro años más. Este regalo, las heroínas de la literatura precaria del presente no lo han ni soñado...