El golpe de timón que Pedro Sánchez dio al 12-M, con la carta de amor a su esposa y los posteriores cinco días de performance, han dejado a Salvador Illa (la Roca del Vallès, 1966) como una especie de invitado de piedra en unas elecciones que ya no se moverán del plebiscito entre el presidente español y Carles Puigdemont. Eso no ha parecido afectar al primer secretario del PSC, un hombre acostumbrado a brillar más bien poco y ganar las batallas políticas por agotamiento del contrario. De hecho, como hijo del manual de resistencia sanchista, Illa había tramado una campaña centrada en no cometer errores forzados (con la única excepción de la adjetivación burda de un camarada sindicalista), a base de juntar el catalanismo de orden ancestral del PSC con guiños al electorado más irredento de Ciudadanos (a quien todavía gusta decir Lérida o Bajo Llobregat, unas palabras que no pronunciaría ni un votante de Vox).

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En el marco de una de las campañas más españolizadas de nuestra historia democrática, a Illa ya le ha ido bien convirtiéndose lentamente en la mascarilla invisible de Pedro Sánchez. Sus rivales han intentado matizar su figura de gestor gris —pero eficiente— recordando su paso más bien nefasto por el Ministerio de Sanidad de España y vincularlo a la compra más bien dudosa de material sanitario durante la pandemia (con los correspondientes comisionistas cutres). Pero Illa ha aguantado bien la embestida a base de insistir todavía más en su perfil bajo y se ha limitado a aprovechar la atomización del independentismo (y la lucha encarnizada que permanece entre Convergència y Esquerra) para prosperar en la tesis-fuerza de "yo o el caos". La posible irrupción de la ultraderecha catalana en el Parlament todavía le ha ayudado más, pues el espantajo de Sílvia Orriols es una excusa perfecta para aglutinar votantes progres.

De hecho, si las encuestas electorales se confirman (y Aliança Catalana tiene el elemento clave de la mayoría indepe, siempre que Esquerra no sufra un naufragio estrepitoso), Illa lo tendrá bien fácil para presentarse a la investidura con la intención de reeditar un tripartito de inspiración maragallista, urdiéndolo todavía con más garantías de éxito, dada la tendencia a la baja de republicanos y comunes. Si se da el caso, el candidato del PSC no solo podrá pacificar las ansias de sus socios de Gobierno con respecto al referéndum, sino que podrá tutelar el retorno de Carles Puigdemont al territorio poniendo a dieta la escasa mística del exilio que ya le queda al Molt Honorable 130. Eso, a su vez, podrá servir a los republicanos para continuar en la administración y seguir aprovechándose de las nóminas que regala, y así Junqueras seguirá haciendo de interlocutor de Sánchez en Catalunya, obligando el ámbito convergente a refundarse.

Parece ser que, hoy por hoy, tener más bien poca ambición, un perfil grisáceo y poca historia personal en la mochila es lo que más seduce al electorado catalán

Este pacto de gobierno obligaría a Illa a ciertas renuncias, como el proyecto Hard Rock (seguro que el PSC se ingenia algún otro macroinvento que no incluya una piscina gigante en tiempo de sequía) y a hacer ver que presiona a La Moncloa para celebrar algo parecido a un referéndum. En este sentido, es bien posible que el PSC y Esquerra acaben encontrando la tercera vía en la financiación singular de Pere Aragonès, que podría convertirse en el flotador de una legislatura estable en Palau y en el Congreso. Sin embargo, Illa acabará viviendo exactamente el mismo calvario que los anteriores inquilinos del PSC en la Generalitat: el paso de la conversión de un submarino español dentro de la administración catalana, visto el déficit endémico de infraestructuras y financiación del país, al gilipollas que siempre pide más pasta en Madrid. Maragall lo salvó con la aprobación Estatut y Montilla con un mandato bien estéril.

Pero la pregunta más importante que todavía tiene que responder Illa es qué tipo de president puede llegar a ser. Como confesó él mismo, Pedro Sánchez lo nombró ministro de Sanidad español (un ente prácticamente castrado de competencias) para que tuviera tiempo de hacerse más incisivo en la política catalana. Cuatro años después del nombramiento, la mayoría de catalanes —incluidos sus votantes— todavía tienen más bien poca idea de qué modelo de país encarna el candidato del PSC. A Illa le pasará un poco como a Jaume Collboni, que ocupa la trona municipal de Sant Jaume desde hace casi un año y ni dios tiene ningún tipo de noción sobre qué quiere hacer con Barcelona. En este sentido, mi colega filósofo todavía lo tiene todo por hacer; con haberse convertido en la mascarilla de Pedro Sánchez en Catalunya no será suficiente. Los catalanes no lo habrán votado, pero él los tendrá que representar.

A pesar de este contratiempo, parece ser que —hoy por hoy— tener más bien poca ambición, un perfil grisáceo, y poca historia personal en la mochila es lo que más seduce al electorado catalán. En eso, hay que admitirlo, Illa no tiene rival posible.