Con Europa (y el planeta) en plena revolución conservadora, Alberto Núñez Feijóo sería un candidato óptimo para aterrizar en el Gobierno sin asustar a las élites madrileñas ni a los jefes de estado de la Unión Europea. Feijóo tiene el perfil de moderado óptimo, un poco como Artur Mas, y su biografía es la de un equilibrista que ha sabido cuadrar la difícil ecuación entre sus orígenes rurales gallegos y la incómoda intromisión en el poder encorbatado del kilómetro cero. Al candidato del PP le gusta decir siempre que es un político accidental: ciertamente, este chico de pueblo de orígenes humildes tenía vocación de juez, pero la paupérrima situación familiar le obligó a arrimarse al calor del funcionariado gallego desde donde, con cierta indolencia, fue escalando políticamente a la sombra de dos tótems importantes del franquismo, como Romay Beccaría y Manuel Fraga; a saber, de aquellos orgullosísimos regionalistas que, sin embargo, opinan que esto del gallego solo sirve para hablar con las vacas.
Como Mariano Rajoy, Feijóo conoce muy bien las estructuras del poder central. A finales de los noventa, Aznar le regaló cargos más bien grisáceos —primero, secretario general de Asistencia Sanitaria y después, capataz de Correos y Telégrafos— antes de permitirle volver a casa para optar a la Xunta. Feijóo aguantó bien a la contra del bipartito PsdeG-BNG y fue fiel a Rajoy en la lucha cultural contra el zapaterismo; su persistencia le llevó después a coleccionar mayorías absolutas y, desde la tranquilidad periférica, esperó que su partido le escogiera como líder por simple aclamación. Por mucho que el político gallego conozca las calles de Madrit y sepa cómo escoger un buen restaurante, la baronesa de la ciudad y sus spin doctors dejaron bien claro al futuro candidato que las decisiones y la agenda política vendrían marcadas por la capital. Feijóo se estrenó haciendo de opositor a Isabel Díaz Ayuso.
El hecho de no tener unos ideales políticos muy claros y de impostar un perfil pragmático ha beneficiado a Feijóo
Durante los primeros meses de su presidencia en el PP, a Feijóo se le puso aquella típica cara de hartazgo de la gente que no vivimos en Madrit y que, después de estar dos días en la capital del reino (por mucho que disfrutemos de la libertad y de las tapas gratis con las cañitas), queremos largarnos como sea. Cabe decir que no lo tenía fácil: mi querido Federico Giménez Losantos le soltaba unas hostias monumentales cada mañana si se alejaba un centímetro de las tesis ultras de Vox y, cuando podía asomar la cabeza a un lugar tan insípido como el Senado, Pedro Sánchez solía regalarle unas palizas dialécticas bastante incontestables. Pero Feijóo, de momento, ha salvado las críticas de la derecha más radical (muchos opinadores han dejado de conjugar la palabra "maricomplejines"), logrando que el ayusismo le deje trabajar con bastante libertad, a la espera del resultado electoral del 23-J.
El hecho de no tener unos ideales políticos muy claros y de impostar un perfil pragmático ha beneficiado a Feijóo. Las contradicciones del candidato son bien claras: es muy risible verle clamar contra el sistema educativo catalán, por ejemplo, cuando en Galicia no tuvo ningún problema en seguir con la tradicional inmersión lingüística de la nación. A su vez, la polarización de la campaña (y el hecho de que solo pueda gobernar el país con la ayuda de Vox) ha convertido su populismo pseudoliberal en inservible. Paralelamente, a pesar de su experiencia en arrasar electoralmente en Galicia, las elecciones generales exigen un perfil que navegue mucho mejor por los oasis mediáticos de toda España. En este aspecto, Feijóo es flojísimo y no es de extrañar que Sánchez le haya reclamado un debate semanal. En cada entrevista concedida y en cada mitin, Feijóo regala errores verbales e incoherencias que son carne de meme.
La cosa es muy graciosa porque el líder del PP, a pesar de criarse en un país de caciques, tiene un temperamento mucho menos autoritario y alfa que Pedro Sánchez. Feijóo es un hombre acostumbrado a la vida tranquila, lo cual va bastante bien para neutralizar el auge de Vox, pero puede acabar quedándose corto para imponerse en una campaña tan polarizada como esta. Hasta la fecha, el candidato ha podido navegar dentro del mundo de la mediocridad, haciendo equilibrios dentro del autonomismo, apañándoselas bastante bien como intruso en la capital del reino, e incluso ha quedado la mar de bien apaciguando los ánimos del empresariado catalán. Pero desde ahora hasta finales de julio aumentará el calor y los hombres pausados no siempre se adecuan al arte de vivir entre llamas.