Si tuviera cualquier duda sobre algún aspecto político, histórico e incluso administrativo de la ciudad de Barcelona (y cuando escribo "cualquier duda" me refiero a preguntas tan dispares como aclaraciones sobre el autor de la escultura de Santa Eulàlia que tengo justo debajo la ventana de casa, el presupuesto exacto del Arxiu Municipal o el nombre y apellidos del conserje del Museu Marès), de entre todos los candidatos a la alcaldía, llamaría sin duda a Ernest Maragall. El político de Esquerra tiene dos cualidades únicas que lo convierten en una especie en vías de extinción: primero, un linaje familiar que lo vincula con los cimientos históricos modernos de nuestra ciudad y, por otra parte, el conocimiento milimétrico de un ayuntamiento del cual lo sabe todo por el hecho de que fue uno de sus principales arquitectos. Pasqual soñaba una ciudad fastuosa de contornos infinitos; Ernest la hacía posible.
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La política ha cambiado mucho en los últimos años, y eso de ser un fontanero de la burocracia y de justificar el arraigo político en la ascendencia del apellido (valores que, en cualquier país normal, tendrían que tener el peso de una estatua grecorromana) ahora es visto como una losa poco cool. Por este motivo, Ernest no ha podido convertirse en una especie de Joe Biden del municipalismo barcelonés. Sus asesores le han recomendado que dé algún bote de alegría cuando se encuentra ante una multitud (de la misma manera que los spin doctors yanquis hacían esprintar al Uncle Joe antes de un mitin, pobrecito mío), pero ni acabar un maratón en tiempo récord regalaría a Ernest una condición que, al límite, tiene que tener cualquier alcalde: la de simpático. A un carácter poco amistoso, Maragall le suma la condición de haber formado parte de la política catalana durante más de cinco décadas; y actualmente, la antigüedad da cierto miedo.
Los barceloneses tendríamos que disfrutar la última campaña electoral de Maragall como uno de los últimos ejemplos presenciales de un político que tiene la delicadeza de hablar nuestra lengua sin destrozarla y que guarda los secretos de la ciudad en el cerebro como ningún otro concejal en activo en todo el país
Si Junqueras hubiera querido, Ernest Maragall habría tenido una presencia mediática mucho más importante en los medios públicos y un relieve político de mayor peso en el núcleo duro de Esquerra. Pero al capataz de los republicanos ya le va bien que Ada Colau o Jaume Collboni lleguen al trono de la alcaldía, porque los necesitará a la hora de mantener a Aragonès en la Generalitat y para poder negociar con Pedro Sánchez, respectivamente. Este juego de ajedrez ha dejado a Maragall en falso; no ha podido sobrevolar durante esta campaña ni con los comodines de haber sido desbancado de la alcaldía por las élites españolas (vía Manuel Valls) ni tampoco por el hecho de que cuatro imbéciles colgaran cartelitos burlándose de la salud de su hermano. A Ernest se lo ve lleno de fatiga, agónicamente abrazado a una forma de hacer política que le es ajena, y su pasotismo ya no tiene el glamur de la maragallada, sino el pasotismo de un anciano.
Las encuestas certifican algo sabido por todo dios. Ernest Maragall se acerca, ahora sí, a la jubilación definitiva. Creo sinceramente que el PSC y Esquerra harían bien en regalarle el homenaje que se merece como arquitecto de nuestra capital y excelente actor secundario dentro del gobierno de la tribu. Afirmo que los barceloneses, lejos de burlarnos de él, tendríamos que disfrutar de su última campaña electoral como uno de los últimos ejemplos presenciales de un político que tiene la delicadeza de hablar nuestra lengua sin destrozarla y que guarda los secretos de la ciudad en el cerebro como ningún otro concejal en activo en todo el país. Yo espero que Ernest viva muchos años más, porque sus memorias políticas serán un libro muy digno (y útil) de leer. De hecho, sería del todo justo (y como siempre pasa con el adjetivo justo, un tanto cruel) que el futuro alcalde le entregue la Medalla de Oro de "su" ciudad.
No, Ernest no emulará a su hermano. Ni mucho menos. Pero la política no solo se hace de genios. Alguien tiene que arremangarse con el fin de ejecutar sus sueños. Y Ernest lo ha hecho como nadie.