El candidato del PSC en Barcelona se llama Pedro Sánchez o, dicho de un modo más nuestro, lleva por nombre Salvador Illa. Esto no es una cuestión menor. Durante los años de las grandes alcaldías socialistas en nuestra capital, el trono barcelonés siempre había configurado una alternativa incómoda a las pulsiones centralistas de la izquierda española (el caso más obvio fue el de Pasqual, la gota china de Felipe González). Ahora, por primera vez en la historia moderna, el PSC tiene posibilidades de ganar la alcaldía con un candidato notoriamente sucursalista del poder madrileño. En efecto, Pedro Sánchez pasará mucho tiempo en Barcelona haciendo campaña por un político del cual, a pesar de ser un rostro de la vieja casta, nadie acaba de conocer, pues, más allá de su capacidad de supervivencia en el aparato del PSC, ni puto dios acaba de saber qué cojones piensa Jaume Collboni sobre nada de nada.
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Los alcaldes del PSC arrasaron en las elecciones en nuestra capital con una mezcla excelsa de tecnocracia muy bien educada y un discurso honesto de justicia social. Pero por encima de todo eso, y hay que citar nuevamente la sombra de Pasqual Maragall, los socialistas sabían muy bien que la garantía para sostener una ciudad progresista, muticulti y toda cuanta mandanga era que la gente hiciera cuanta más pasta mejor. Collboni ha heredado esta convicción íntima de sus antecesores (en un momento muy difícil, porque ahora lo que excita a la peña es el "pobrismo" militante), pero su caracterización pública en tanto que candidato de las élites puede hacer dudar una buena parte de su electorado natural. Maragall, Clos e incluso Hereu cubrieron con cemento sus mayorías con una buena parte del voto que transitaba a Pujol en las elecciones en el Parlament; pero Collboni, de momento, solo tiene el amparo de La Vanguardia y el ABC.
Collboni ha compartido felizmente gobierno con Ada Colau y su repentina alergia a las políticas de la alcaldesa no acaba de colar
De Collboni, eso sí, hay que admirar la persistente musculatura a la hora de mantenerse a la vista. De la llamada generación Blackberry de la política socialista (que incluía a gente tan dispar como Laia Bonet, Carles Martí, Francesc Vallès, Meritxell Batet y Rocío Martínez-Sampere) solo Núria Parlon y Collboni, en caso de ganar, tienen opciones de aportar algo de valor a la política. De hecho, no resulta nada casual que la mayoría de estos nombres del PSC que acabo de citar aprovecharan la convulsión del procés para largarse a Madrit, que es donde uno puede ganarse mejor la vida. Collboni ha aguantado la antorcha, sin ningún tipo de oposición aparente dentro de los socialistas capitalinos, y ha esperado hábilmente que el decaimiento independentista y el retorno de la sociovergencia le regale bastante agua como para poder seguir flotando. Estas elecciones serán su última prueba de resistencia.
Pero la carrera por la alcaldía de Collboni tendrá algunas dificultades. Primero, lamento insistir, porque —por mucho que no tengamos el orgullo muy subido— a los barceloneses no nos acostumbra gustar mucho que nos impongan a un candidato desde fuera. Pero también, en segundo término, porque Collboni ha compartido felizmente gobierno con Ada Colau y su repentina alergia a las políticas de la alcaldesa no acaba de colar. Con las elecciones todos hacemos un poco de futurismo, pero diría que el voto más centrado del PSC en Barcelona no estaría muy contento cuando Collboni abandonó por sorpresa el gobierno de la ciudad con el simple objetivo de hacer oposición. La política siempre guarda espacio para el oportunismo, pero diría que a los electores no les acaba de cuadrar que te metas a criticar las políticas de seguridad de una ciudad cualquiera mientras mantienes la silla y la paga de su responsable (socialista, aclaro).
Si gana Collboni, con la muleta de Trias o al revés, la sociovergencia de la capital intentará volver a imponer de nuevo la pax autonómica en todo el país. Este es el sueño húmedo de Pedro Sánchez, cosa bien comprensible, pero es un aliciente compartido por Oriol Junqueras y todos los supuestos independentistas que se afanan por consolidarse en el espacio convergente. De hecho, la pega que ha sufrido Collboni (y eso es aplicable también a Trias) es que las élites han sido tan torpes y lentas escogiendo a su ungido que, de tanto marear a los electores, la cosa puede quedar tan repartida como reducida. Si eso ocurre, y en caso de salirle mal la jugada, Jaume tendrá que experimentar una cosa tan inaudita como buscar trabajo por primera vez en su escasamente fructífera vida de poco más de medio siglo (espero que sus sponsors se acuerden de él, a diferencia de los de Manuel Valls). Quién sabe si entonces, cuando engorde las colas del paro, quizás sabremos qué coño piensa sobre Barcelona.