Xavier Trias es el último recurso que tiene Convergència para volver a la paz autonómica anterior al referéndum del 1-O y vender la moto que Barcelona (o cualquier lugar del país) puede prosperar y gestionarse como dios manda sin la independencia de Catalunya. Los barceloneses ya jubilaron anticipadamente al antiguo alcalde, que cometió el error de presentarse a la reelección desacelerando el temple soberanista para chupar votos al PP y, mediante un contorsionismo casi risible, rivalizar con la demagogia justiciera-social del colauismo. Pero los años no pasan en vano, y el putaramonismo de este buen político con formas delicadas de pediatra no satisfizo ni a los indepes, que avistaban la posibilidad de un referéndum unilateral, ni a los socialdemócratas que, dispuestos a escuchar cuentos, ya tenían los de Ada. El camino del medio, como pasa siempre, solo acostumbra a regalar toneladas de frustración.

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Desde su adiós, Xavier Trias no ha parado de decir que los vecinos de Barcelona lo paraban por la calle pidiéndole que volviera a la alcaldía. La cosa es normal, y no solo porque el político convergente fuera un timonel lo bastante correcto, sino porque es lo que te acostumbra a pasar cuando solo caminas por la Rambla de Catalunya. En esta ocasión, Trias ha chocado parcialmente con la misma piedra. Entiendo que reniegue notoriamente de las siglas de un partido que cada vez se parece más a una agrupación laurista de friquis, pero no que haya desterrado el debate soberanista de la lucha por la alcaldía, como si la centralidad de una ciudad y la liberación nacional de la gente fuera tema menor a la hora de conquistar el bienestar. A su vez, Trias se ha dedicado a hacer una campaña cristológica, como si su mera aparición (y el apoyo de unos articulistas de La Vanguardia que ya no lee ni dios) le garantizaran la victoria.

Entiendo que reniegue notoriamente de las siglas de un partido que cada vez se parece más a una agrupación laurista de friquis, pero no que haya desterrado el debate soberanista de la lucha por la alcaldía, como si la centralidad de una ciudad y la liberación nacional de la gente fuera tema menor a la hora de conquistar el bienestar

Semanas antes de presentarse oficialmente, Trias tuvo la buena jugada de sentarse en la mesa con Ada Colau con el fin de pactar una fotografía que polarizaba la campaña para beneficiar a los dos antagónicos protagonistas. Pero el antiguo alcalde olvidaba que Colau es una política mucho más experimentada que la activista que ya le echó de la Plaza Sant Jaume. A su vez, hace ocho años, cuando los defectos de la mayoría de los políticos catalanes todavía no se habían puesto de manifiesto por su tristísimo papel durante el 1-O, la particular dicción y el temblor de manos de Trias podían tener cierta gracia. Pero el procesismo ha abusado de una forma tan pornográfica de toda cuanta tara, que los dedos y las erres del antiguo alcalde ya solo representan los defectos simpáticos de un señor que se ha hecho mayor. Al final, todo resulta una cosa tan de Ancien Régime, que ni toda la nostalgia convergente lo ha podido enmendar.

A pesar de la extrañeza de ver a un hombre que se acerca a los ochenta pidiendo aires de cambio, con respecto al electorado independentista, Trias ha tenido la gracia —y la suerte— de parecer joven si se le compara con Ernest Maragall (un político que, aparte de la pulsión gerontocrática, no comparte con Xavier el don de la simpatía). Pero el electorado acostumbra a votar con cierta perspectiva de durabilidad, y tampoco ha ayudado mucho que el líder de este proyecto unipersonalista diga a los electores que, en caso de perder las elecciones, se largará del consistorio. La gente puede ser un poco lenta, pero completamente idiota ya sería mucho pedir. Por otra parte, el soberanismo acumula una cierta memoria y tiene bastante gracia que Trias se haya puesto a Jordi Pujol en la boca durante todas las semanas de precampaña, cuando fue uno de los primeros políticos que renegó de la sombra corrupta del antiguo presidente. El camino del medio, insisto.

También resulta muy irónico que Trias, en una de las pocas afirmaciones notorias que le hemos escuchado hasta el momento, haya dado marcha atrás a la hora de defender que un barcelonés va corto de dinero aunque gane 3.000 euros. Si, como dicen los cursis, fuera un candidato business friendly, no solo habría mantenido una afirmación muy objetivable (si se sabe sumar), sino que habría seducido a su electorado hipotético diciéndole que sus políticas conseguirían ciudadanos con más pasta en el banco. Tiene mucha razón Junqueras cuando sostiene que, en la lista de Trias, hay gente que abandonó el país alrededor del 2017, pero Oriol olvida que él no solo nos abandonó aquel año... sino todos los siguientes. El alcalde Trias se ahorró la conmoción del 1-O y ahora quiere hacernos retroceder al pasado como si nada de todo aquello hubiera ocurrido. Pero las máquinas del tiempo son cosa de la ficción, no de la política.

El último recurso no acostumbra a funcionar y la nostalgia no preludia muchos cambios. Todo lo contrario. De hecho, la historia tiene aquella tozuda y afortunada tendencia a ejercitarse en la repetición.