Andalucía ha sido una experiencia extraordinaria que nos ha puesto delante de los ojos, encima de las manos y debajo de los pies los testigos que explican una larga historia que se remonta a la antigüedad y que tiene sus puntos culminantes durante la conquista romana del valle del Guadalquivir (siglo II a.C.), durante la plenitud del estado árabe de Al-Andalus (siglo X) y durante la era de las navegaciones (siglos XVI y XVII). En Sevilla, en Córdoba, en Jerez y en Cádiz hemos conocido testigos monumentales que explican estos momentos culminantes. Un viaje a través de la historia, de la cultura, de la tradición, de la gastronomía y de la enología de la Baja Andalucía, el país de los atardeceres mágicos.
La Itálica romana, a pocos kilómetros de Sevilla, fundada en el siglo III a.C. con legionarios jubilados de la Loba Capitolina. Itálica, ciudad natal de los emperadores Trajano y Adriano, es el precedente más remoto del sistema moderno de pensiones. La Córdoba, emiral y califal, capital cultural y demográfica del mundo durante la alta edad media. Cuna de artistas y de científicos que maravillaron a la Europa de la época. La Sevilla del Renacimiento, plataforma de lanzamiento de los viajes atlánticos a la conquista de los mares y de los océanos, y centro financiero del mundo. La Jerez vitivinícola, pionera de los movimientos proletarios y revolucionarios andaluces. Y Cádiz, la ciudad más antigua del Mediterráneo occidental.
Sevilla, la capital de Andalucía
El primer contacto con la Baja Andalucía (el propósito de nuestra experiencia) lo tuvimos en Sevilla. Actualmente censa a 703.000 habitantes, pero en sus remotos orígenes, hacia el 700 a.C., sobre un solar que en la actualidad se correspondería al núcleo del barrio histórico (calles Sierpes, Cuna, Puente y Pellón), Sevilla —en aquel momento llamada Hispal— no era más que una pequeña ciudad de poco más de mil habitantes, formada por el mestizaje de la población indígena de la zona —los famosos tartesios— y los comerciantes fenicios llegados desde el otro extremo del Mediterráneo. No obstante, Sevilla ya capitaleaba (era el centro político y militar del valle del Guadalquivir).
Y los romanos no la quisieron violentar. A diferencia de lo que pasaba en otras ciudades, incluso entre los aliados de la Loba Capitolina, los pobladores de Hispal fueron respetados y los legionarios se fueron a Itálica. Precisamente, nuestra primera inmersión en las profundas raíces de la ciudad y de la sociedad sevillanas fue en Itálica. Paseamos por la arena y por las galerías del anfiteatro, y por la acera de las domus, que conservaban los pavimentos de mosaico que las distinguían en la carrera para demostrar quién era la familia más poderosa y más tiránica. Itálica nos reveló que el mundo romano fue la expresión de la brutalidad más extrema, disfrazada con una falsa percepción de paz y de orden.
De la época romana (siglos III a.C. en V d.C.) saltamos a la árabe... o andalusí (siglos VIII a XV), para ser más precisos. Porque Sevilla y Córdoba nos revelaron que Al-Andalus fue una realidad política y cultural genuinamente peninsular. Después de la desintegración del califato (siglo XI) sería la sede de una taifa. Sus monarcas construyeron un palacio —actualmente llamado Reales Alcázares— que, después de la conquista castellanoleonesa (1248), pasaría a ser la residencia de los reyes cristianos, y que nosotros recorrimos por todos sus rincones de la mano de Manuel González Lucenilla, una de las personas que más profundamente conoce la casa, y que mejor transmite —de una manera entusiástica, amena y didáctica—, su historia y la historia de la ciudad,
Los Reales Alcázares y la catedral son los edificios históricos más voluminosos y espectaculares de Sevilla. Pero la ciudad no se acaba aquí. Más bien empieza aquí. Y a partir de este conjunto monumental nos aventuramos a recorrer las calles y callejuelas y las plazas y placitas de la Sevilla más popular y castiza: los barrios de La Santa Cruz (con la sinagoga-iglesia de Santa María la Blanca), de La Alfalfa (donde teníamos el hotel), de La Encarnación (con El Tremendo, la mejor cerveza de Sevilla), de El Arenal (con El Postiguillo, templo de la gastronomía andaluza al alcance de todos los bolsillos) y de Triana (sede de las hermandades procesionales más arraigadas y de las tabernas más populares).
No renunciamos a subir por las rampas que conducen a la cima de la Giralda (minarete de la mezquita-campanario de la catedral) y de la Torre del Oro (el faro-fortaleza del puerto histórico). Pero todavía menos a callejear calmadamente (perderse, dicen algunos) por estos barrios castizos, que nos mostraron la Sevilla de la era de las navegaciones, de los grandes viajes atlánticos de los siglos XVI y XVII. Aquella Sevilla que fue una de las grandes ciudades de Europa, y que fue, también, la capital financiera del mundo: la Casa de Contratación (el monopolio del comercio con las colonias hispánicas de América) y las gradas de la catedral (el principal mercado de esclavos de Europa).
No nos marchamos de Sevilla sin conocer un edificio misterioso y enigmático, desconocido, incluso, por la inmensa mayoría de la ciudadanía sevillana: el monasterio de San Isidoro del Campo, en Santiponce (a pocos kilómetros al norte de la capital). A mediados del siglo XVI, su comunidad jerónima y una parte de las clases mercantiles sevillanas de origen extranjero (catalanes, genoveses, franceses, bretones, flamencos, ingleses) fueron la cuna clandestina del protestantismo en la península Ibérica. Una experiencia que acabó de forma repentina y trágica cuando los oficiales de la Inquisición sevillana interceptaron un carro de libros prohibidos que se dirigía al monasterio.
El último día en Sevilla fue una especie de ejercicio personal introspectivo. El programa del viaje contemplaba que sería "de libre disposición", y el grupo se dispersó buscando aquel misterio no resuelto. Unos fueron al Mercado de Triana, para averiguar qué comen los sevillanos: los alimentos que forman parte de su dieta cotidiana. Otros fueron a la plaza España, para averiguar cómo se relajan los sevillanos: los ratos de meditación contemplativa. Otros fueron a la centenaria confitería La Campana, para averiguar cómo los sevillanos endulzan la vida. Y todavía otros fueron a la basílica de Jesús del Gran Poder, para averiguar qué hay de cierto de la proverbial fe de los sevillanos.
Córdoba, la vieja capital califal
Nuestra inmersión en la historia y en la cotidianidad cordobesas empezó una mañana soleada pero fría. Córdoba (326.000 habitantes) no es Sevilla. El cielo de la capital andaluza dibuja los atardeceres más espectaculares de la Península, de colores cálidos que sugieren una primavera eterna. En cambio, el cielo de Córdoba dibuja unos crepúsculos espectaculares, de azules-encarnados intensos que delatan que la ciudad es al alcance del rigor climático de sierra Morena, y que contrastan con el color de la piedra de sus grandes edificios históricos. Córdoba se nos presentó desde el río. Solemne, serena. Con su mezquita-catedral que perfila el inconfundible skyline de la vieja capital califal.
Córdoba fue romana. Y queda el puente en que atraviesa el río como el testigo de una época. Pero su etapa de plenitud fue durante la época andalusí. El siglo X es el "siglo de oro cordobés". Durante aquella centuria, Córdoba sería la capital demográfica, económica, cultural y científica del Occidente europeo. Y esta plenitud se haría patente con la mezquita, una obra maestra de la arquitectura y de la ingeniería andalusí que, pasados mil años, todavía nos maravilla. La conocimos, por todos los rincones imaginables e inimaginables de la mano de Toñi Benavente Vega, una de las personas que tiene un conocimiento más profundo del gran templo califal, y que mejor transmite —de una manera entusiástica, amena y didáctica— su historia y la historia de la ciudad.
Córdoba no es solo la mezquita. Nosotros queríamos conocer la esencia y la cotidianidad de la ciudad y de su sociedad. Y la misma Antonia nos condujo a los patios cordobeses, casas que tienen una larga historia que se remonta a la época andalusí, y que son, todavía, hogares donde la vida de las familias que las habitan discurre de forma cotidiana. Allí conocimos a sus actuales vecinos. Nos los presentaron y nos explicaron por qué la casa se articula en torno al patio interior (herencia romana y árabe), por qué las aberturas —ventanas y balcones— están en el interior (herencia árabe), y el porqué de las torretas con flores en las fachadas (para estabilizar la temperatura del patio y de la casa).
Jerez, la capital de las bodegas
Jerez (215.000 habitantes) no se parece a ninguna otra gran ciudad de la Baja Andalucía. Ni está cerca de un río, ni está al lado del mar. Jerez está encima de un monte que domina el valle del río Guadalete (muy cerca de donde el rey Rodrigo firmó el fin de la monarquía visigótica, que, digan lo que digan, nunca fue el precedente del actual estado español). Jerez, encima de la colina, domina un valle totalmente cubierto de viña y su economía local y su historia moderna y contemporánea giran, casi exclusivamente, en torno a la fabricación de destilados. Jerez fue, con Sevilla y Málaga, uno de los tres focos primigenios de la industrialización andaluza. Y el pionero en la reivindicación de los derechos de la clase obrera.
Y esto es lo que fuimos a conocer en Jerez. Visitamos unas bodegas fundadas a principios del siglo XIX que escriben la historia de aquella sociedad local: la aparición de las primeras estirpes de productores de vino, principalmente forasteras; la ambición para poner los vinos locales en el mapa de Europa; la formación de las primeras clases proletarias de la historia andaluza; la creación de la Mano Negra, una de las primeras organizaciones revolucionarias de la historia peninsular, y la ejecución de siete obreros, en una de las primeras manifestaciones de represión oligárquica y gubernamental de la historia española contra el movimiento obrero. No nos marchamos sin hacer una cata de vinos.
Cádiz, la "Tacita de Plata"
Cádiz (117.000 habitantes) es la antítesis de Jerez. Cádiz es del color del agua (el mar lo rodea por todas partes, excepto por el istmo), y Jerez es del color de las hojas de las vides (las inmensas viñas que la guardan por los cuatro lados). Cádiz también es amarillo, por el color de la piedra calcárea de los edificios de su parte histórica, y Jerez es blanca, por la cal con que se pintan y se repintan las paredes de sus bodegas. Cádiz huele a chocolate y Jerez a vino. Cádiz es calma y serenidad, y Jerez es trabajo y movimiento. La Tacita de Plata se nos presentó como una ciudad plácida y aseada, hecha a la medida de sus vecinos, que le piden a la vida que transcurra con la calma necesaria para ser saboreada con los cinco sentidos.
La primera experiencia gaditana la vivimos en el oratorio de San Felipe Neri, un templo neoclásico donde se debatió y redactó la Pepa, la Constitución de 1812. También visitamos la catedral, un gran edificio barroco, hecho a la medida de una ciudad que quería desplazar Sevilla del papel de capital. Pero aquello que buscábamos de Cádiz lo encontramos en el mercado. Allí comimos en un establecimiento de cocina local, que nos acercó a la historia de la sociedad andaluza. La cocina y la dieta alimentaria como elementos que explican la tradición y la historia de una sociedad. ¿Qué más podíamos pedir? La Baja Andalucía es, también, un delicioso guiso: unas carrilleras. O una deliciosa fritura: unos calamarcitos. Una experiencia inolvidable que nos ha permitido conocer, de verdad, a la verdadera Andalucía.