Aquitania ha sido una experiencia extraordinaria que nos ha puesto ante los ojos, encima de las manos, debajo de los pies, a los testimonios que explican la génesis de la historia de Catalunya durante la poco conocida época de la Marca de Gotia y de los primeros condes carolingios del territorio, de los siglos VIII y IX. Aquella Catalunya primigenia fue engendrada en Aquitania, uno de los principales escenarios de la historia medieval y moderna europea, por personajes como Luis el Piadoso, hijo y heredero de Carlomagno. Que explican, también, la relación entre Leonor de Aquitania —la mujer más poderosa de la edad media europea— y su descendiente, el Príncipe Negro, con la estirpe real catalana de los Bellónidas, durante los siglos XIII y XIV.
Y que explican la profunda —y desconocida— implicación de los catalanes en la guerra de los Cien Años (siglos XIV y XV), a través de figuras políticas extraordinarias como Violante de Aragón, primogénita del rey Juan I, creadora del mito de Juana de Arco y arquitecta de la Francia moderna. Pero donde hemos puesto más atención ha sido en los pequeños hechos de la microhistoria. Y hemos conocido la tragedia de aquellos aquitanos anónimos que, durante y después de las mal denominadas Guerras de Religión francesas (siglos XVI y XVII), emprendieron el camino del exilio y encontraron un futuro en nuestro país. La Catalunya moderna tiene un profundo y marcado empuje aquitano, que, con el resto de los exiliados occitanos, duplicó la población y cambió para siempre la fisonomía del país.
Los aquitanos, con el resto de los exiliados occitanos de los siglos XVI y XVII, duplicaron la población catalana, importaron una cultura de trabajo protestante, transportaron la lengua catalana a la modernidad y cambiaron, para siempre, la fisonomía del país
Aquitania, la lengua
Al poner los pies en el país, el primero que hicimos fue aguzar el oído para averiguar cuál es la lengua de las calles y las plazas. Sabíamos que Aquitania es el territorio del gascón, la variante más occidental del occitano. Pero en Burdeos, la capital, solo lo es de forma testimonial. Los letreros de señalización vial están en un bilingüe francés-occitano. Pero nada más. Nadie habla el gascón. En cambio, a medida que nos alejábamos de la capital, la presencia de la lengua occitana se hacía más perceptible. En Perigús, una pequeña ciudad a cien kilómetros, los conservadores del museo decían hablar, con dificultades, el patois. Y en Sant-Emilion, un pequeño y maravilloso pueblo entre Burdeos y Perigús, el personal de la bodega donde hicimos una cata de vinos del país hablaban occitano entre ellos.
A medida que nos adentrábamos en territorio rural, la presencia de la lengua del país se hacía más perceptible. No obstante, nos sorprendió que la consideraran un sistema inferior: nos pareció que llamar "patois" a la lengua de tus abuelos es como llamar "bruja" a tu madre
Bordèu/Bordeaux, la capital de Aquitania
El primer contacto con Aquitania lo tuvimos en Burdeos, campo base de nuestro viaje. La capital aquitana es una ciudad de 250.000 habitantes con una larga historia que se remonta a la conquista y dominación romana del territorio (siglo I). La primigenia Burdingala fue construida en el arenal de un charco formado por la confluencia de un pequeño río local con el caudaloso Garona. Aquel pequeño puerto fluvial natural sería el origen de una ciudad romana que evolucionaría a la categoría de capital de la provincia Galia Aquitania. Bajo las garras de la Loba Capitolina, fue el puerto receptor del estaño y el cobre que se producía en Bretaña y Cormualles y que se exportaba a la metrópoli romana. Y fue un gran centro productor de vino.
Las primeras viñas de Aquitania fueron plantadas por los romanos. Y el primer vino fue para proveer a las tabernas de Roma
Pero Burdeos vivió su plenitud durante el siglo XVIII, considerado el siglo de oro de la capital de Aquitania, y buena parte de su patrimonio histórico data de esa época. Durante ese siglo, Burdeos fue la capital mundial del vino. Y la trama arquitectónica medieval prácticamente desapareció para dejar paso al neoclásico francés característico de la época de los reyes Luises, de la Revolución, e incluso de la etapa bonapartista. No obstante, en nuestro particular "descubrimiento" del Burdeos medieval, pasamos por varios edificios, como la Basílica de San Severino, con su enigmática cripta, que contiene los restos de varios evangelizadores medievales, y el de las doce "monjas grises" —enfermeras— asesinadas durante la Revolución (1794).
Burdeos es para disfrutarla en toda su amplitud. Y eso es lo que hicimos. No nos limitamos a conocer el núcleo del barrio histórico, llamado Quartier de Saint-Pierre y atravesado por la calle de Santa Catalina. Este lo teníamos fácil, ya que el hotel se encontraba allí. Y decidimos el "descubrimiento" del Burdeos más castizo, el que ya no te explican en las guías turísticas. Y, sin despreciar los "tótems" de la ciudad (las puertas de Cailhau y de la Grosse-Cloche; y las plazas de la Bolsa, del Parlamento y de Quinconces) nos metimos por el Quartier de Capucins, deliciosamente decrépito, que en otra época había sido el arrabal de la ciudad, y que actualmente duerme una especie de sueño de los justos, a la espera de que los artistas locales y la gente de vida bohemia acaben de hacérselo suyo.
El Quartier de Capucins es el antiguo arrabal de la ciudad, actualmente un barrio deliciosamente decrépito, que duerme el sueño de los justos, a la espera de que los artistas locales y la gente de vida bohemia acaben de hacérselo suyo
Periguers/Périgueux, la ciudad melancólica y gastronómica
Périgueux, una de las estaciones de nuestro viaje, es la capital gastronómica del Perigord —uno de los territorios históricos de Aquitania—, pero su importancia radica, también, en el hecho de que es la ciudad que mejor conserva los restos arqueológicos más antiguos del país: el yacimiento de Vessuna, una extraordinaria "villae" que explica la importancia de la dominación romana (siglos I a V) en la articulación del país. Périgueux, que en la época romana sería conocida como Petrocorni, fue una concentración urbana —naturalmente, forzada— formada por población celta autóctona (los galos, que, en nuestra infancia, conocimos a través de los cómics de Astérix y Obélix), protovascos que habían colaborado con la Loba Capitolina en la dominación del país y funcionarios de la metrópoli.
En la actualidad, Périgueux. La catedral de San Frontis, ya no es aquel centro de fabricación de armas de la época antigua, que lo situó en el mapa del Imperio romano como una plaza de gran importancia económica y estratégica. Hoy es una ciudad pequeña y tranquila de 30.000 habitantes que ve pasar los días plácidamente, al ritmo que marcan las campanas de San Frontis. El día que estuvimos allí, el cielo estaba amenazadoramente encapotado, y la ciudad nos regaló una impagable imagen casi de añoranza de unos tiempos pasados que, quizás, fueron mejores. Sin embargo, la iglesia de la Cité o la catedral de San Frontis, dos curiosos edificios medievales de inspiración italiana y bizantina, respectivamente, nos decían que Périgueux nunca ha perdido el hilo que la une con el mundo. A pesar de la dulce melancolía que la invade.
Périgueux es actualmente una ciudad pequeña y tranquila de 30.000 habitantes que ve pasar los días plácidamente, al ritmo que marcan las campanas de la catedral de San Frontis
Y esta es la idea que nos transmitió. Y la que nos llevamos. No obstante, Périgueux hace de la necesidad virtud. Su gastronomía, calidad y tradición la mantienen en el mapa. Y eso, también, nos lo llevamos. Allí pudimos apreciar la cocina tradicional aquitana (lemosina, dicen ellos), en un restaurante pequeño y antiguo situado en una tranquila plaza, bajo la catedral y junto al río Isle, que recordaba los cottage de la campiña británica (un recuerdo del matrimonio Inglaterra-Aquitania que duró tres siglos y dejó una sólida huella): dariole de boletus, ensalada de nueces, magret de pato ahumado, pastel clafotís con queso de cabra, miel y avellanas, filete de ternera a la aquitana, bacalao crujiente y coulant de chocolate con salsa de caramelo... Périgueux!!!
Sent Milion/Saint-Émilion, el pueblo de las grutas
Saint-Émilion ostenta la distinción de ser uno de los pueblos más bonitos de Aquitania... ¡y de Francia! Situado a medio camino entre Burdeos y Périgueux, destaca por sus extraordinarias bodegas y por ser el "pueblo excavado". No tan solo la docena de bodegas del pueblo han excavado largas y misteriosas galerías que utilizan para envejecer el vino. También la antigua iglesia parroquial —un edificio de los siglos XI y XII— está totalmente soterrada, excavada en una roca de grandes dimensiones situada en medio del pueblo. De hecho, es el templo cristiano excavado más grande del mundo. Solo el campanario es exterior, construido sobre la roca (sobre la bóveda excavada del templo) y conectado con la gruta que alberga la iglesia a través de un orificio de grandes dimensiones por donde pasan las cuerdas que tiran de las campanas.
Tanta manía por correr bajo tierra, como si aquella gente hubieran tenido una especie de complejo de topo, sorprende. Y cuando se lo preguntas, tienen la respuesta a punto: "la roca de Saint-Émilion es tan porosa que, históricamente, ha sido más fácil excavar que levantar". La iglesia, hoy espacio desacralizado, impresiona por sus extraordinarias dimensiones y por la sensación de recogimiento que proyecta. Pero no menos que las cavas de las bodegas. En Saint-Émilion tuvimos la ocasión de hacer una cata de vinos del país en una bodega excavada, y la sensación es la misma. Pero Saint-Émilion no son tan solo grutas y vino. Durante siglos, fue la residencia de verano de los arzobispos de Burdeos. Y sus calles y plazas todavía conservan el color y el ruido de una época de canónigos, artesanos y peregrinos.
La roca de Saint-Émilion es tan porosa que, históricamente, ha sido más fácil y más barato excavar que levantar
Pero Saint-Émilion no es solo eso. Es también gastronomía. Y como en Périgueux, tuvimos la ocasión de hacer una inmersión en la cocina tradicional aquitana. En un pequeño restaurante situado en una callejuela que conectaba la plaza de la concha (el plano del campanario, encima de la iglesia excavada) y la plaza del templo (de la Iglesia Monolítica, dicen ellos), con una pendiente tan acusada que te obligaba a aferrarte a la barandilla si querías llegar entero a comer; nos zambullimos de nuevo en la cocina de las abuelas del país: paté de foie gras de pato al estilo tradicional, onglet de ternera y Île flottante —de inspiración inglesa. Por fin, allí ya oímos hablar occitano, en este caso entre los parroquianos del establecimiento. Y más tarde, en la cata de vinos en una bodega excavada, entre el personal de la cava.
La Duna de Pilat
La Duna de Pilat fue nuestro particular bautizo con el Atlántico aquitano. No nos remojamos porque el tiempo ya no invitaba, pero fue la primera vez que nos conectamos con aquel inmenso charco y con su horizonte. Y lo hicimos desde la cumbre de la Duna de Pilat, la duna más alta de Europa, que se eleva a 130 metros sobre el nivel del mar (casi la misma altura que la Torre Glòries de Barcelona). La ascendimos desde el lado interior (desde la "landa", la masa forestal situada a espaldas de la duna). Después de ascender los más de cien metros de desnivel y después de un pequeño recorrido por un finísimo vierteaguas, que amenazaba con enviarnos —de nuevo pero recorriendo— al fondo de aquella montaña, se nos abría a la vista la grandiosidad y la bravura del Atlántico.
Ascendimos hasta la cumbre de la Duna de Pilat, la duna de arena más grande de Europa, que se eleva a 130 metros sobre el nivel del mar (casi la misma altura que la Torre Glòries de Barcelona)
La Duna de Pilat es el espacio natural más espectacular de Aquitania. Pero conviene ir fuera de la temporada de verano, porque desgraciadamente se está masificando. Nosotros llegamos a primera hora de una mañana ventosa y con un cielo parcialmente cubierto que potenciaba la sensación de soledad y pequeñez que te hace sentir aquel paisaje. Desde la cima de la duna entendimos por qué la bahía de Arcaishon, el abrigaño natural mayor del Atlántico aquitano, que se enrosca tierra adentro a partir de la punta norte de aquella masa de arena, no ha saltado nunca a la categoría de gran puerto: las olas, que rompen a tres millas de la playa en paralelo en la costa, delatan la existencia de una barra de tierra sumergida que actúa como una barrera natural y que resulta peligrosísima para la navegación.
Pero Pilat no es solo arena, agua y "landas". A pocos kilómetros, allí donde la arena pierde la batalla contra el bosque, aparecen La Teste-de-Buch y Arcaishon, dos pequeños y elegantes pueblos costeros con casas de clarísima arquitectura vasca (los vascos hace siglos que andan por aquella región) y que crean una sensación de reposo y tranquilidad, radicalmente alejada del rugido de los centros turísticos mediterráneos. La Teste y Arcaishon son, también, centros de tradición gastronómica, y comimos en un "Estrella Michelin" que combina tradición e innovación: cena de cangrejo verde de estanque, lomo de merluza de sedal en salmuera y algas, pato confitado con ciruelas y pasas, butifarra de Bearn, ciervo estofado, jamón negro de Bigorra, y "monja religiosa en el café". Un auténtico "sacrilegio".
Castillo de la Breda
El castillo de la Breda nos devolvió a la historia, uno de los argumentos principales de nuestro viaje. Situado a medio camino entre la Duna de Pilat y Burdeos, totalmente rodeado por un cementerio de agua (sin cocodrilos, naturalmente) y justo en medio de una finca (un domaine les gusta decir a sus propietarios) de 150 hectáreas de viña, bosque y lagos artificiales, es uno de los principales testimonios de una época en que Inglaterra y Aquitania hicieron juntas el camino de la historia (siglos XII a XV). La Breda es el castillo más "inglés" de Aquitania, que no es poca cosa, porque buena parte de las infraestructuras militares aquitanas se construyeron o se ampliaron durante "la época inglesa", es decir, durante la guerra de los Cien Años (1337-1453).
La Breda es el castillo más "inglés" de Aquitania, que no es poca cosa, porque buena parte de las infraestructuras militares aquitanas se construyeron durante "la época inglesa", y es un testimonio de que ni la nobleza ni las clases mercantiles aquitanas nunca quisieron ser francesas
Su traza (el cementerio, el puente, las torres, las puertas y las ventanas) y su entorno (las caballerizas y los prados) te transportan a los castillos de la campiña inglesa de las épocas Plantagenet y Lancaster. Una traza y una historia que revela que, en el conflicto de los Cien Años, ni la nobleza ni las clases mercantiles aquitanas nunca quisieron ser francesas. Los propietarios de la Breda, los Lalanda aquitanos y los Talbot ingleses, sufrieron el rigor de la derrota y fueron obligados a hacer un largo camino de "remisión de pecados" que, paradójicamente, culminaría con un descendiente de aquellos fieles vasallos de la casa real inglesa: dos siglos después de la dolorosa derrota (siglo XVII), el castillo de la Breda veía el nacimiento de Montesquieu, el gran filósofo y político que formularía la idea moderna de Francia.
Castillo de Cadillac
Si Breda nos explica la historia del sólido binomio medieval Inglaterra-Aquitania, Cadillac nos revela la existencia de otra cara de la moneda. El castigo que Francia impuso a la nobleza aquitana, que provocaría un curioso efecto que se pone de manifiesto, especialmente, en Cadillac. Los "cadetes" aquitanos (la pequeña nobleza aquitana) se abrigaron en torno a la figura de un "par" (un pariente del rey francés) del país: Enrique de Borbón (rey de lo que quedaba de Navarra, un pequeño territorio en torno a Bearn y Albret) que en el mal llamado conflicto religioso se postularía para poner sus nalgas en el trono de París. Aquel Borbón, jefe del partido calvinista, era el futuro Enrique IV, que se convertiría al catolicismo y proclamaría que "París bien vale una misa".
Cadillac fue construido para ser un templo de aquel nuevo poder de la "razón del Estado", con bastante lujo para hospedar a las grandes figuras de Francia y con la pólvora necesaria para pactar las grandes conspiraciones de la monarquía borbónica
En aquella carrera por el poder, quien acompañó fielmente a Borbón sería Nogaret de la Valette, que pasaría a la historia como el "Demi-Roi" (el semi-rey) y constructor de Cadillac. El palacio de Nogaret es la materialización de una carrera fulgurante a la sombra de Borbón, y fue construido para ser un templo de aquel nuevo poder de la "razón de Estado" con bastante lujo para hospedar a las grandes figuras de Francia y con la pólvora necesaria para pactar las grandes conspiraciones de la monarquía borbónica. Cadillac es también la cuna de los mosqueteros, el cuerpo de élite real que hizo famoso a un hombre de carne y hueso... ¡de Aquitania!, elevado a la categoría de personaje literario: D'Artagnan. Un soldado de élite que combatió al lado de los catalanes —en Perpinyà, Vilafranca y Lleida— contra la monarquía hispánica durante la Guerra de Separación (1640-1652).
Cadillac es la cuna de los mosqueteros, un cuerpo de élite famoso por un hombre de carne y hueso que sería elevado a la categoría de personaje literario, D'Artagnan, que luchó al lado de los catalanes contra la monarquía hispánica —en Perpinyà, Vilafranca y Lleida— en la Guerra de Separación (1640-1652/59)
Aquitania y Catalunya
Se hace casi imposible seguir resumiendo una crónica que podría tener docenas de páginas. Pero el tiempo y el espacio, obligan. No obstante, no lo podemos dejar sin repetir que Aquitania ha sido uno gran "descubrimiento" y un inmenso placer.