El Capitolio es este miércoles el centro de la política norteamericana y todo el mundo tendrá los ojos puestos en una ceremonia tradicional, pero que, entre la Covid y el asalto al Capitolio del día de Reyes, habrá quedado muy mermada.
Este ataque al Capitolio, que domina hoy los comentarios dentro y fuera de los Estados Unidos, tiene algunos aspectos parecidos al asesinato de César, especialmente la tendencia de poner toda la responsabilidad sobre una persona. Porque a Julio César lo mató un grupo que decía defender el republicanismo, pero la opinión general ha cargado la responsabilidad sólo en Bruto.
También hoy en día las opiniones del público y del Partido Demócrata norteamericano ven sólo al presidente Trump como la causa de la ocupación del Capitolio, aunque durante las semanas previas muchos grupos radicales convocaron una gran manifestación de protesta contra lo que entienden como un fraude electoral para dar la presidencia a Joe Biden. Son los oportunistas del autoritarismo de Trump, pero de eso no habla nadie, no es políticamente correcto.
Si se hablara de estos grupos, se le quitaría el protagonismo diabólico a Trump y se dejaría de lado el problema grave común en las democracias parlamentarias, que es el protagonismo de las masas a la hora de hacer tambalear el orden del momento —en este caso, los manifestantes del Capitolio de Washington.
El problema social y político norteamericano ha aparecido en la historia de todos los pueblos desde que hay civilización urbana, y es que hay desniveles económicos que provocan descontentos en una parte de la población
Es un hecho conocido en la historia de cualquier tiempo que las masas son superficiales en sus decisiones y muy impresionables, hasta llegar a la histeria en sus aficiones. Pero conocer el problema no trae automáticamente una solución, el que representa un error en el sistema de votación popular. Ya los griegos de Atenas, cuando preparaban un sistema democrático en una ciudad de sólo seis mil personas, vieron el problema, pero no cambiaron de sistema porque, como dijo Churchill siglos más tarde, "la democracia es un sistema muy malo, pero no hay ningún otro mejor".
De hecho, el problema social y político norteamericano ha aparecido en la historia de todos los pueblos desde que hay civilización urbana, y es que hay desniveles económicos que provocan descontentos en una parte de la población, un problema que, según el lugar y el momento, se ha tratado de resolver como se ha podido.
Casi siempre, sin embargo, se ha recurrido a un culpable, a veces a un animal, como hacían en Babilonia; otros, al pecado, como en algunas culturas de Oriente Próximo. La preferencia era culpar del pecado a los que gobiernan, aunque de vez en cuando la culpa era del pueblo —como en el caso de los que adoraban a ídolos inaceptables.
Ahora, en los Estados Unidos, el pecado tiene un nombre y apellido, muchos millones y un flequillo rubio: Donald Trump.
Este hombre es hoy, tanto para los medios informativos como para sus enemigos políticos, el pecador por excelencia y no permitirán que se lo quiten por otra interpretación ni por unos análisis sociales más profundos o informaciones más ajustadas
¿Quién querría renunciar a un demonio tan rentable?