El viaje del presidente de los EE.UU., Joe Biden, a Israel ha dejado dos títulos. Uno es que ha obligado o convencido al gobierno israelí para abrir un corredor humanitario desde la Franja de Gaza a Egipto. El otro es el consejo a Benjamín Netanyahu, primer ministro israelí, de no caer en la misma rabia que los EE.UU. después del atentado contra el Pentágono y las torres gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001. El primer asunto parece más importando porque están en juego las vidas humanas de casi dos millones de gazatíes, que se amontonan —casi literalmente— en 180 kilómetros cuadrados, una superficie un poco inferior a dos Barcelonas, sin luz, gas, agua y alimentos y sometidos a bombardeos.

En cambio, el segundo —controlar la ira, más o menos justa, tras el asalto terrorista de Hamás— parece más bien una regañina del abuelo, un aviso piadoso. ¿Lo es? Quizás el presidente Biden reconoce indirectamente, lo proclama sin gritar, que los Estados Unidos —en concreto otro presidente, George W. Bush— se equivocaron al lanzar la Guerra contra el Terror el mismo año 2001, una operación antiterrorista global que ha cosechado más fracasos que éxitos, con un final desgraciado, hace dos años, en Afganistán, con el ejército norteamericano volviendo a casa con el rabo entre las piernas y dejando el país como lo encontraron: con los talibanes al frente.

Solo ABC y El Mundo han escogido abrir la portada por este enfoque de la visita de Biden. Quizás sea el bueno. Si la represión militar que está a punto de iniciar Israel se complica —no es baja la probabilidad de que así sea—, ellos y sus aliados occidentales se verán envueltos en un embrollo de proporciones bíblicas, nunca mejor dicho. Para seguir en la línea de Biden, cabe recordar que, según el Costs of War Project, las guerras posteriores al 11 de septiembre del 2001 han costado más de 8.000 millones de dólares a los EE.UU., han forzado el desplazamiento de 38 millones de personas —el segundo número mayor desde 1900— y han causado al menos 4,5 millones de muertes (directas e indirectas) en Afganistán, Iraq, Libia, Filipinas, Pakistán, Somalia, Siria y Yemen. Estos tres últimos países todavía están en guerra. La rabia sin control y el afán de venganza sin un plan claro ha tenido estas consecuencias de largo alcance. Aun las sufrimos. De eso habla Biden.

Nils Gilman es un historiador que ejerce como director adjunto de Noema, la revista del Berggruen Institute, un think tank. Ha escrito Mandarins of the Future: Modernization Theory in Cold War America, sobre una de las teorías dominantes en ciencias sociales a la segunda mitad del siglo XX. Quizás te suena Francis Fukuyama. Pues la "teoría de la modernización" corre por debajo de su tesis sobre la caída del muro de Berlín y el fin de la historia. Es decir, que Gilman no es un pipiolo ni un tertuliano. En un tuit en X, ha dicho que "Israel no tiene buenas opciones: la ocupación [de Gaza] es insostenible; un gobierno de Hamás es inaceptable; el gobierno del rival, Fatah, es indefendible; una fuerza árabe de mantenimiento de la paz es inalcanzable y un gobierno títere [en Gaza] es inimaginable". Los académicos y los influencers se equivocan, claro, y la historia tiene recodos que nadie había previsto y giros de guion contra toda lógica y precedente. Quizás Gilman se equivocará. De momento, lo que dice el tuit parece lógico y recto. No tenemos más realidad disponible para especular con otras salidas a la crisis. El mensaje de Biden a Netanyahu va por aquí. Bien valía la portada.

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