Liz Truss se ha estrellado por su tozuda negación del país que quería gobernar a base de aplicarle el catecismo liberal de Margaret Thatcher y olvidar el diagnóstico aun más antiguo, pero eterno, del teórico de la guerra Carl Von Clausewitz, un general prusiano que dejó escrito en su tratado Vom Kriege ("De la guerra") que, en el campo de batalla, la tradición es el peor enemigo del comandante. Conocer los límites es proteger la realidad y también protegerse de las propias incapacidades. A la ya exlíder conservadora y pronto exprimera ministra británica le queda el consuelo de que no ha querido —como Donald Trump— fabricarse una realidad donde la narrativa con la que impones tu universo alternativo te excusa de aceptar la vida y la historia concretas y actuales. La dimisión de Liz Truss es también la victoria del respeto a los valores de la democracia y el sentido práctico británicos —o lo que queda de ellos, que no es poco. ABC la retrata en negativo y titula "La dama de barro" la portada de este viernes, para contrastarla con su maestra Thatcher, la Dama de Hierro. Es un adiós apropiado. El País se pone tabloide, apocalíptico y sensacionalista, y dice que Gran Bretaña "se hunde en el caos" —aun no, hombre—, mientras que La Vanguardia, siempre un paso atrás para no pisar ningún charco y también para captar mejor el panorama, lo describe con más precisión: la dimisión "agrava la crisis británica", una juicio más justo de la dimisionaria, que en 44 días ha hecho daño, pero no habría podido tanto si no fuera por la herencia tóxica del Brexit de 2016, del que Truss no era partidaria.

The Economist, quizás la revista más influyente del planeta, titula su editorial Welcome to Britaly ("bienvenidos a Britalia") y con eso ya lo ha explicado todo. Recuerda la revista que en 2012, Truss y Kwasi Kwarteng, su exministro de Hacienda, figuraban entre los autores del panfleto Britain Unchained ("Gran Bretaña desencadenada"), donde alertaban del peligro de que el país se transformara en una Italia insular: servicios públicos inflados, crecimiento bajo, poca productividad e impuestos elevados. Diez años más tarde —sentencia la revista— en su intento fallido de abrir un camino diferente, Truss y Kwarteng han ayudado a que la comparación sea inevitable. El Reino Unido aun está afectado por un crecimiento decepcionante y la desigualdad regional. Pero también está obstaculizado por la inestabilidad política crónica y bajo el pulgar de los mercados de bonos", donde se trafica con la deuda pública. "Mientras los niños indios aspiran a ser médicos o empresarios, los británicos están más interesados en el fútbol y la música pop", decía el libro de Truss y compañeros del Grupo por la Libre Empresa. En eso, en las preferencias de los chiquillos, no ha cambiado nada.

Tan liberal como el que más, The Economist pide elecciones: "El crecimiento no depende de planes fantásticos y ruidosas iniciativas, sino de un gobierno estable, de una política razonable y de la unidad política. En su encarnación actual, los conservadores no pueden proporcionar nada de todo eso [al país]". También las reclaman otros diarios británicos, encabezados por el Daily Mirror, el potente tabloide laborista, mientras la prensa alineada con los conservadores especula con el retorno de Boris Johnson. Si se convocan elecciones, los tories lo tienen muy mal. Hace tres semanas, la encuesta de YouGov daba a sus rivales laboristas una intención de voto del 54% y la de Omnisis el 55%. La misma casa de sondeos, este jueves 20, les otorgaba ya un 57%. En el sistema electoral británico, estos porcentajes apuntan a una paliza histórica para los conservadores, la máquina de ganar elecciones más eficiente de la historia. Las fotos en las portadas muestran a Liz Truss mustia, fúnebre y alicaída. No sabe la que le espera.

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