Los presidentes de Rusia y de Ucrania se desafían a distancia. En Moscú, Vladímir Putin ofrece la rueda de prensa de final de año, la primera después de la invasión de Ucrania. Ofrece detalles inéditos sobre el conflicto: “617.000 soldados rusos están comprometidos en el frente”, dice. “O hay acuerdo, o lo resolvemos a la fuerza”, añade. Traducción: la guerra acabará cuando Ucrania se rinda. En Bruselas, Volodímir Zelenski se dirige al Consejo de la UE y hace un llamamiento a la solidaridad: “No traicionéis nuestra confianza”. Traducción: sin el apoyo de Europa, no podemos ganar la guerra. El Consejo ha decidido iniciar el diálogo de adhesión a la UE con Ucrania y Moldavia, otra república exsoviética con una franja rusófona que va por libre, como el Donbás ucraniano. La clave ha sido la ausencia voluntaria de la votación del primer ministro húngaro, el prorruso Viktor Orbán. El precio: el desbloqueo de más de 10.000 millones de euros de los fondos Next Generation, que Bruselas mantenía congelados a causa de las interferencias del gobierno húngaro en el poder judicial.
Las portadas de La Vanguardia, El Periódico, Ara y El País presentan los hechos en el mismo espacio, una manera gráfica de hacer entender que son dos caras del mismo conflicto, aunque parecen dos acontecimientos vecinos más que interdependientes. La mayoría de las portadas publica la foto de Putin con la mirada vacía y los brazos levantados (“Yo no he hecho nada”), que es un retrato de la sinvergonzonería cruel que gasta el dictador de Moscú. Una muestra: el comportamiento de gánster con la situación de Evan Gershkovich, un periodista de The Wall Street Journal detenido en marzo y acusado de espionaje, cosa que él, su diario y el gobierno de los Estados Unidos rehúsan con vehemencia. “Queremos llegar a un acuerdo, pero tendría que ser mutuamente aceptable para ambas partes”, ha dicho Putin. Traducción: si queréis liberar a Gershkovich tendrá que ser mediante intercambio de prisioneros. En idéntica situación se encuentra Paul Whelan, exmarine y ejecutivo de empresa, condenado a dieciséis años de prisión por espionaje.
Carles Puigdemont vuelve a aparecer de forma destacada en las portadas de Madrid —no tanto en las de Barcelona—, confirmando lo que ya se ha comentado aquí otras veces: en España se lo creen más que en Catalunya y piensan que las acciones del presidente exiliado comprometen muy negativamente al Estado español, mientras que los diarios de Barcelona suelen tratarlo como una maniobra política particular. También podría ser que, al singularizar la amnistía en la persona de Puigdemont, los diarios contribuyan a presentarla, poco a poco, como una solución personal, oscureciendo la realidad de que entre 300 y 1.300 personas, según quien te lo explique, se verían beneficiadas por la ley que ya tramita el Congreso de los Diputados español. Seguramente no hay una conspiración mediática con este objetivo, pero la consecuencia del protagonismo de Puigdemont —quizás inevitable— sería desnaturalizar los objetivos marcados por el mismo presidente en el exilio en su conferencia del pasado 5 de septiembre.