Sigo con interés las apelaciones al amor que Oriol Junqueras está haciendo últimamente. De entrada es fácil ver en los discursos del líder de ERC una mera actualización de aquel catalanismo floralesco que, ante las malas pulgas del ejército español, renunció a tomar las armas y se concentró en la cultura y los negocios.
En el 2013, cuando las élites de Madrid todavía se pensaban que el independentismo era una estrategia convergente, José Maria Carrascal escribió un artículo elogiando "el pacifismo avant-la-lettre" del pueblo catalán. El supuesto espíritu pacífico y sentimental del país fue durante mucho tiempo, mientras la violencia tuvo un papel político, motivo de burla y de condescendencia por parte de los nacionalistas españoles.
Un ministro de Franco declaró, ingeniosamente, que la homosexualidad era pecado y que un homosexual que fuera catalán tenía que pedir perdón dos veces desnudo en la plaza Catalunya. Todavía en democracia, la idea de que los catalanes son cobardes, fenicios y horteras continuaba tan arraigada que yo mismo quedé sorprendido al descubrir la fama de valientes que los hombres de esta tierra santa tuvieron, entre los europeos, hasta finales del siglo XIX.
Recuerdo una crónica de Anna Grau, cuando era corresponsal del Avui, contando que en Madrid tenían la convicción de que los catalanes habían perdido la oportunidad de ser independientes por un exceso de amor a la vida y al placer, y que ahora se tenían que hacer fastidiar. En plena vorágine del 9-N, el mismo presidente Mas declaró, para hacerse perdonar, que Catalunya había sido siempre una nación pacifica y que aquí no habíamos matado nunca ni una mosca.
El hecho de que, en la prensa española, el líder de ERC genere más irritación que burla cuando relaciona el amor con la política, indica que empezamos a estar en otro estadio. Cuando Junqueras dice que "nos tenemos que amar para hacer la independencia", no puedo evitar pensar en la Sagrada Familia y ver las torres del templo expiatorio entrando por el ano de la democracia española como un ejército de supositorios redentores.
Junqueras sabe que, hasta hace cuatro días, el Estado español ha sembrado la violencia y el resentimiento en nombre de las ideas que le han convenido para subyugar al país. También sabe que un libro como el que reseñaba el otro día el Financial Times, Inglorious Empire: What The British did to India, sería tratado como una apología del odio por la propaganda hegemónica, si un historiador catalán osara dedicarlo al imperio español.
El dolor que la colonización ha infringido en nombre del catolicismo ha quedado bien retratado en las novelas de Mercè Rodoreda, y es normal que genere desconfianza. Hasta que no leí James Joyce no entendí la radiografía que la escritora catalana hizo del embrutecimiento de un país educado en la hipocresía, la tiranía y la incultura. "En casa vivíamos sin palabras –dice la Colometa- y las cosas que yo llevaba dentro me hacían miedo porque no sabía si eran mías".
Los que no quieren salir de su mundo pequeño siempre dirán que Junqueras habla del amor cínicamente, para ganar unas elecciones. Bernat Dedeu tiene razón cuando le recuerda al líder de ERC que sus discursos resultarán ridículos si no es capaz de celebrar un referéndum y aplicar el resultado. Pero yo pienso que cuando Junqueras relaciona el amor con la política está diciendo que los ideales de los catalanes son imparables porque los españoles ya no nos pueden matar.
De hecho, estoy seguro de que si Junqueras acaba apelando a un amor estrecho y contable como el de Mas y Jordi Pujol, es decir, condicionado a las jerarquías del universo español, sencillamente será destruido por la misma fuerza de su discurso. Quizás porque ya escribí sobre el concepto antes de que él lo utilizara, cuando el líder de ERC dice que el junquerisme es amor yo diría que se cachondea de los españoles para recordarles que con odio y juego sucio ya no irán a ningún sitio.
"El Junquerisme es amor", le soltó el líder de ERC a Jordi Basté, cuando el locutor de Rac1 intentaba mezclar la celebración del Referéndum con el partidismo saludable que hay en cualquier país. Francamente, pienso que se reía de él en la cara; que trataba de recordarle que los catalanes somos tan generosos y tan fuertes que incluso podemos perdonar a los invasores y compartir con ellos nuestro país dejándolos votar democráticamente en un Referéndum.
Un día que Nacho Martín Blanco preguntó en la radio si acaso él era menos demócrata por oponerse a la autodeterminación, Basté corrió a decir que no, que por descontado que no. La pregunta quedó unos instantes en el aire y entonces Jordi Graupera rompió el silencio: "Ya puedes decir que te lo he dicho yo: sois menos demócratas, cítame cuando quieras en tus constitucionales artículos".
Entonces pensé que estimo mucho a Graupera, pero que también estimo bastante a Martín Blanco y él lo sabe. Y todavía más, naturalmente, a Andrea Levy. Por eso me parece que entiendo bastante bien qué quiere dice Junqueras, que es católico, cuando habla del amor. El vampiro español debe morir. Es trágico pero es necesario y no es culpa nuestra. Por eso le clavaremos en el corazón el Referéndum como si fuera un crucifijo.