La última vez que oímos hablar del 150.2, fue por el Pacto del Majestic. Es decir, hace veintisiete años. Fue por la cesión de las competencias de tráfico a los Mossos, constitucionalmente atribuidas al Estado, así como por la gestión de los puertos de interés general, que también eran competencias estatales. Una forma, pues, de “saltarse” la Constitución española o de adaptarla a las necesidades de autogobierno catalanas. Mejor dicho, adaptarla a las necesidades aritméticas del PP de Aznar. Veintisiete años después (¡27!), es con un gobierno del PSOE que se arranca el compromiso de cesión o delegación de las competencias en inmigración, atribuidas constitucionalmente al Estado, y por tanto se reanuda un mecanismo que se asimila, o se pretende asimilar, a la época de las concesiones importantes. Dicho sea de paso, para ilustrar más sobre este artículo: si eventualmente se llega alguna vez a un acuerdo con el Estado para la celebración de un referéndum de autodeterminación, será a través también del 150.2.
Tras la noticia han venido los análisis: el PP ha visto de nuevo ultrajada la unidad del Estado; el PSOE ha matizado enseguida el acuerdo, recalcando que mantiene el control de las fronteras, y que la competencia sigue siendo exclusiva del Estado según la Constitución (como también mantiene la titularidad de los puertos de Barcelona y Tarragona, por ejemplo, por mucho que haya descentralizado su gestión); y ERC, desde el gobierno de Catalunya, ha desempeñado el triste papel de criticar el acuerdo y de asociar esta reclamación a unas supuestas pulsiones xenófobas. Pinta que Junts ha podido colgarse una medalla, en términos de efectividad y de pragmatismo y de resultados. Pero el problema es que ahora el independentismo tiene otra vara de medir. Buena parte del independentismo ya no juzga por los resultados, no resulta resultadista especialmente a corto plazo, sino que mira con gafas de lejos (la independencia) y juzga por las actitudes y las intenciones. El problema que tiene Junts es similar al que tenía Convergència cuando firmaba el Pacto del Majestic (en mi opinión, el mejor pacto, en términos de resultados, que ha conseguido nunca un partido catalán en Madrid): el problema era tener que dar la mano al PP. El problema era el castigo electoral que supuso. La mala imagen, la sensación de haber pactado con el diablo, o bien, al menos, de apostar por una política tan gradualista que muchos ya no se sentían seducidos. Si esto le sucedía a Convergència antes del procés, imagínense lo que debe vigilar Junts después de todo lo vivido en 2017. ¿Que es realista? Sí. ¿Que es un buen resultado? Sí, o al menos parece mucho que sí. ¿Que parece hecho por buenos profesionales? En efecto. ¿Que esto no invita, todavía, a crear una gran ilusión colectiva? Pues también.
Queda un año para las elecciones catalanas y el independentismo necesitará mucha más confianza para volver a creer en alguna formación
Junts necesitará muchos más de estos resultados si quiere, aunque sea lentamente, recuperar la confianza de un independentismo aún con fuerzas tendencias depresivas. O bien, claro, llegar a unos acuerdos estremecedores y de alto nivel político en la mesa de Ginebra (que se ha hecho, en teoría, para intentar resolver el conflicto). A mí no me parece mal que haya un partido que apueste por dar la imagen de fiabilidad, es decir, sin prometer grandes cosas a corto plazo, y poder garantizar al menos una progresión sólida hacia un autogobierno como Dios manda. No creo que pueda volver a hablarse de independencia sin, antes, recuperar la imagen de fiabilidad. En Junts han decidido que la imagen de fiabilidad no se recuperará resucitando la DUI mañana mismo, sino creando un estilo firme de negociación y gestionando bien sus fuerzas. El independentismo puede tener un camino aquí: al 2017 se llegó, aparte del impulso popular, porque políticamente se gestionaron bien las fuerzas hasta entonces. Es decir: cuando hay fuerza para negociar con Madrid, se negocia fuerte. Cuando no hay fuerza para otra cosa que para protestar, se protesta. Y, cuando aparece una rendija para poner toda la carne en el asador y actuar de forma unilateral, se hace. Pero las tres cosas se hacen dando una imagen de confianza, de efectividad, de encontrarse en buenas manos.
Tanto ERC como Junts se encuentran lejos, todavía, de esa sensación general: la decepción, con más culpables o con menos (de dentro o de fuera), ha sido inmensa. Harán falta muchos más 150.2, muchos más acuerdos in extremis, mucha más capacidad de riesgo y prueba de determinación, para levantar de nuevo los ánimos. Las competencias en inmigración no deben infravalorarse. Es un error y una payasada que la Generalitat menosprecie este acuerdo, y un insulto que lo mezcle con pulsiones ultras. Pero queda un año para las elecciones catalanas y el independentismo necesitará mucha más confianza para volver a creer en alguna formación. Que ésta sea una buena línea no significa que, como sucedió con el Pacto del Majestic, a la gente le parezca suficiente, estética o fiable. O que el reloj se pare: el reloj va muy acelerado y todavía cuesta imaginar la foto finish con la que ERC y Junts se presentarán a las elecciones catalanas. Incluso a las europeas. No todo puede pasar por el carisma de Puigdemont. Si el president se presentara a las catalanas, una idea que va escuchándose en varias entrevistas, necesitará algo más que una pista de aterrizaje en la realidad. Lo vuelvo a decir: el independentismo no necesita una pista para aterrizar, necesita una pista para despegar.