Si no fuera por el eco dado y el anuncio de posibles sanciones por las vomitivas exaltaciones del franquismo, el 20-N hubiera pasado sin pena ni gloria. Unos recogidos nostálgicos —curiosamente con jóvenes—, descamisados y con la garganta rota de proferir exabruptos, quedaría en su rincón autorreferencial lamiéndose las heridas autoinfligidas por no ser parte de la Historia. Queda, es innegable, un llamado franquismo sociológico, es decir, una derecha autoritaria, pretendidamente castiza, fundamentalista, corrupta y en buena medida en partidos que se dicen democráticos, pero el franquismo puro y duro es puro folclore nostálgico, más bien patético y tabernario, tan de oro macizo como la chatarra que llevan colgada en el pecho —¡los que llevan camisa, claro!—.
La libertad de expresión es decididamente la más primigenia base de una sociedad democrática. Es la libertad sobre la que se asientan todas las otras. Permite que aflore el pluralismo en todas las áreas, la formación de una opinión pública libre y la dinamización de corrientes sociales, culturales, económicas y políticas. Libertad de expresión y censura previa o sanción administraba son incompatibles e irreconciliables. La palabra y/o la imagen son el vehículo que muchos utilizamos profesionalmente: periodistas, escritores, maestros, profesores, dramaturgos, cineastas, artistas plásticos, políticos, sindicalistas… Al fin y al cabo, es patrimonio de cada ciudadano
La libertad de expresión no es solo una herramienta de construcción, bien estructurada y valiosa. Es también una herramienta de protesta, de manifestar disconformidades radicales, de forma burda y poco amable, inquietantes incluso, como tiene declarado el Tribunal de Estrasburgo. También es una herramienta de propalar la mentira y para crear confusión. Al fin y al cabo, no hay una libertad de expresión buena y otra mala. No hay libertad de expresión buena de raperos, cantantes, titiriteros o quemadores de fotos de gobernantes y otra mala, de los que protestan contra nuestras creencias. La libertad de expresión construye, pero también puede destruir; de la misma manera que, muy especialmente, puede molestar a diestro y siniestro. Entra en juego la tolerancia, palabra, hoy día, casi arqueológica.
No parece coherente que para defender la democracia haya que limitar la democracia: es un puro contrasentido. Para defender la democracia hace falta esfuerzo y empuje democrático, no represión
En un acto de generosidad democrático permitimos a los fascistas que manifiesten su opinión sobre hechos, incluso indudables, como, por ejemplo, que una conjura cívico-militar se subió en armas contra la legítima República el 17 de julio de 1936 y que, ganada una guerra cruenta de 3 años, mantuvo una férrea dictadura, manchada de sangre durante cuarenta años. Un golpe de Estado, una represión y una dictadura. Respeto no merecen ninguno de sus nostálgicos valedores, pero como hay diferencias sustanciales entre democracia y dictadura, ahora los que tendríamos que callar si ellos mandaran, los dejamos hablar.
Esto no quiere decir ser ingenuo. Hay que tenerlos bajo control. Y si bien la expresión es libre, estos energúmenos iliberales —y liberticidas si pudieran— no pueden ser cobijados por un régimen democrático que financiara sus actividades contra los valores democráticos. Que hablen, que griten, que insulten —¡la guerra del abuelo!— si quieren. Que se paguen, sin embargo, sus vicios: ni una sola financiación ni reconocimiento público. En teoría, esta es la línea de la nueva ley de Memoria Democrática, todavía demasiado tímida contra los restos, profundos, de la barbarie totalitaria. Pero eso es otra cuestión.
Considero improcedente, a la vista de los vídeos que he conocido, sancionar los actos fascistas, si no han tenido consecuencias violentas derivadas de su agresiva verbalidad de odio o de desprecio de las víctimas, como prevé el art. 62. 1. e) de la Ley de Memoria Democrática. Primero, porque como, en parte, quieren salir de su rincón de extramuros de la Historia, autovictimizarse por la represión —¡enorme paradoja!— es objetivo primario de su provocación. En segundo término, una autoridad administrativa difícilmente puede establecer lo que se puede decir o de dejar de decir. La sanción corresponde a los tribunales, y, en muchas ocasiones, a los civiles, como recuerda una reciente resolución de Estrasburgo. No caigamos en una policía de lo políticamente correcto. Tampoco olvidemos que las querellas penales contra los poderosos, demasiado etéreas en general, por causa de expresiones más que discutibles, ofensivas, sobre todo tipo de asuntos, en especial contra los colectivos más discriminados históricamente, acaban, debido a su vaporosidad, en nada, presentándose entonces, en consecuencia, a los injuriantes como campeones de la libertad de expresión que vencen la dictadura de las ideologías de la corrección.
El ascenso de los populismos de derechas, germen potencial del fascismo, nos interpela como sociedad democrática con respecto a donde están nuestros límites. No parece coherente que para defender la democracia haya que limitar la democracia: es un puro contrasentido. Para defender la democracia hace falta esfuerzo y empuje democrático, no represión. Es un problema ya secular, que arranca principalmente de la Alemania de entreguerras, y que todavía no hemos resuelto. O bien lo hemos resuelto mal, es decir, con represión o cobardía, pero sin acción política y pedagógica contundente. Haría falta aprender y actuar en consecuencia. Un primordial paso en la buena dirección sería eliminar el auxilio, cuando no cobijo, del que disfrutan generosamente dentro de los aparatos del Estado los enemigos de la democracia. Buen trabajo democrático este.