El 2024, por mucho que los bien pagados corifeos del poder pretendan instalar ese relato, no ha sido el año de la normalización del conflicto entre España y Catalunya, ni tampoco el de la solución de los problemas que realmente preocupan a los ciudadanos. Más bien, lo recordaremos como el año de los “relatos” efímeros, los incumplimientos planificados y sistemáticos de los pactos y la exacerbación de la confrontación política, donde los extremos y los populismos sacaron la mayor tajada. Si existiera un premio al fracaso colectivo, lo compartirían aquellos políticos y actores que, por motivos poco confesables pero evidentes, insisten en bloquear soluciones políticas reales a problemas que no desaparecerán detrás de ningún titular grandilocuente ni mucho menos en una Sala de Justicia.
En mi opinión, y por mucho que se trate de ocultar o deslavazar, si algo verdaderamente marcó este año fue la escalofriante normalización de los escándalos de corrupción y la penetración de redes del narcotráfico en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y otras instituciones. Las noticias sobre agentes involucrados en redes de tráfico de drogas —una verdad conocida pero no publicada— se sucedieron con una rapidez digna de cualquier thriller. Sin embargo, lo realmente sorprendente no fue la magnitud de los casos, sino la indiferencia institucional que los rodeó. Mientras se anunciaban pactos políticos incumplidos como si fueran milagros caídos del cielo, los titulares destapaban connivencias más propias de un cártel que de unas fuerzas del orden comprometidas con la seguridad y la legalidad.
Lo alarmante no es solo la frecuencia de estas revelaciones, sino también la falta de consecuencias reales y la nula voluntad de llegar al fondo de la madeja… no vaya a ser que lo que encuentren sea más preocupante aún. Las investigaciones parecen limitarse a identificar unas cuantas “manzanas podridas” mientras se ignoran problemas estructurales. Los responsables permanecen en sus puestos, y los ciudadanos, desconcertados, empezamos a preguntarnos si la justicia no es más que un mito urbano.
En este cóctel explosivo, algunos fiscales tampoco se quedaron atrás. En muchos casos, y siempre con un uso espurio e impune de los recursos públicos, desplegaron una creatividad más cercana a la ficción que al derecho. En lo personal, he vivido acusaciones que parecían más un guion de drama político que un ejercicio de rigor judicial. Recursos que deberían dirigirse a esclarecer delitos graves se han malgastado en perseguir fantasmas y enemigos políticos, mientras escándalos de mayor relevancia, como la corrupción y las inconfesables relaciones del narcotráfico con determinados sectores del Estado, permanecen impunes.
Si algo marcó este año fue la escalofriante normalización de los escándalos de corrupción y la penetración de redes del narcotráfico en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y otras instituciones
Por supuesto, los políticos tampoco han sido ajenos a este espectáculo. Patrimonios inexplicables, decisiones tomadas a espaldas de la ciudadanía y una notable habilidad para evitar cualquier responsabilidad caracterizan su actuación. En este clima de opacidad, las instituciones parecen funcionar más para protegerse a sí mismas que para cumplir con su propósito.
El conflicto entre Catalunya y España tampoco encontró alivio. Discursos grandilocuentes prometieron cerrar heridas históricas, pero los acuerdos políticos quedaron atrapados en un incumplimiento sistemático y planificado, así como en la manipulación. La Ley de Amnistía, cuidadosamente diseñada como un instrumento de reparación y reconciliación, fue distorsionada por ciertos sectores de la judicatura y de la Fiscalía que, desde oscuros despachos, reescribieron su letra para convertirla en un campo de batalla ideológico.
Lo que debería haber sido una oportunidad para mirar hacia el futuro se transformó, en manos de algunos fiscales y jueces, en un pretexto para perpetuar un conflicto que no es jurídico, sino político. Mientras tanto, los acuerdos políticos, sin una verdadera voluntad de cumplimiento por una de las partes, dejaron un panorama desolador: ni justicia, ni reconciliación.
Y a nivel internacional, entre guerra y guerra, parece cada vez más evidente que algunos se han empeñado en arrastrarnos a una nueva Guerra Fría, en este caso híbrida, donde las cosas vuelven a ser monocromáticas, negras o blancas, buenos y malos sin que los matices estén permitidos y la sensatez y el sentido común solo son vistos como actos de colaboración con los malos.
¿Qué podemos esperar de 2025? Primero, que abandonemos este ciclo interminable de relatos y asumamos responsabilidades. Que los cuerpos de seguridad —y quienes los protegen— enfrenten su corrupción interna con la misma firmeza con la que persiguen a un ladronzuelo. Que los fiscales recuerden que su deber es garantizar el respeto a la legalidad, no alimentar agendas políticas ni desmentir bulos. Y que los políticos comprendan que la transparencia y la honradez no son opcionales.
Mis deseos para el próximo año son claros: que dejemos de justificar lo injustificable y comencemos a construir sobre bases sólidas, honestas y reales
Catalunya y España —más allá de siglas concretas— tienen una oportunidad histórica para superar décadas, incluso siglos, de enfrentamiento. Lograrlo será tarea de estadistas, sean del signo político que sean. Pero esto no será posible mientras las instituciones sigan funcionando como un espectáculo de luces y sombras. El verdadero reto será transformar los grandes titulares de 2024 en acciones concretas que devuelvan la confianza a los ciudadanos.
Y, a nivel internacional, es poco lo bueno que podemos esperar porque más allá de la política, los intereses creados en torno a la polarización entre bloques darán un escaso o nulo margen para mejorar un escenario que, como mucho, nos permitirá ver el fin de la guerra en Ucrania y el precio que Europa pagará por su papel en esta.
Cerramos el año con más promesas que logros, pero también con la posibilidad de un 2025 diferente. Mis deseos para el próximo año son claros: que dejemos de justificar lo injustificable y comencemos a construir sobre bases sólidas, honestas y reales. Que la Ley de Amnistía se aplique con rigor y sin reinterpretaciones interesadas. Que la corrupción policial —que va camino de ser sistémica— deje de ser tolerada o incluso fomentada por aquellos que creen tener la legitimidad para determinar quiénes son los buenos y quiénes los malos. Y que las instituciones sean parte de la solución, no del problema.
El futuro necesita algo más que discursos; necesita voluntad política, responsabilidad institucional y un compromiso real con la justicia. Que 2025 sea el año en que por fin dejemos atrás el subvencionado escenario mediático y nos pongamos manos a la obra. Porque, de no hacerlo, corremos el riesgo de repetir este espectáculo… cada vez con menos espectadores, alimentando un caldo de cultivo para los populismos que, como la historia demuestra, solo sirven de antesala para los totalitarismos.
Y que, como dijo Winston Churchill, “Ahora no es el final. No es siquiera el principio del fin. Pero es, quizá, el fin del principio”. ¡Feliz 2025!