Quizás porque el país está sometido a una siesta perpetua de autocompasión o por el simple paso del tiempo que te vierte a la caducidad del mundo, de este año 2024 he aprendido que las cosas se acaban tarde o temprano. Mi espantosa ingenuidad sentimental me había hecho creer que el amor convierte las almas queridas en una presencia casi eterna; pensaba que podría seguir jugando a hacer mimos con los hermanos; pero se han marchado de la ciudad, aburridos de la náusea barcelonesa, en busca del tufo de magdalena de sus pueblecitos de mala muerte (igualmente espantosos y previsibles, pero que les deben generar muchas menos expectativas). Quería pasar más tardes perdidas riendo con los amigos, metiéndonos de todo y jugando la partida fácil de sentirnos más listos que los falsos dioses de la patria; pero están en casa, con la familia, digiriendo su frustración con aventuras de bombero de una vanidad mujeriega.
Los maestros también se me van haciendo mayores y todo aquello que pintaba como un último movimiento sinfónico fastuoso se ha quedado en una simple coda con aires de zarzuela (nota mental; si abusas de la metáfora, la prosa también enferma). Todavía son mis héroes, faltaría más, pero el malnacido calendario tiene la manía de ir a la suya y les ha hecho pagar la su ironía tiñéndoles de gris la piel morena. Antes sabía encontrarlos en su rincón predilecto del barrio antiguo, pero ahora se escapan porque a ellos también les da un poco de vergüenza esto de empezar a pensar en plazos. No los puedo culpar de nada, porque me han regalado el gesto y la carcajada; de hecho, tendría que tener bastante generosidad para mover el culo y agradecerles los servicios prestados con un libro que disimule cuánto los quiero. Se me acumula el trabajo; aparte de las obras que tengo que hacer para sobrevivir, ahora se me impone el trabajo de dejar por escrito su legado descomunal.
Hoy, precisamente hoy, celebro el lustro de aquel primero de enero en que decidí divorciarme de la noche. Delante del mundo, hago ver que me alegro y escarnezco las heroicidades del pasado como si fueran los juegos inservibles de un niño consentido. Miento de una forma pésima, pues se me debe notar bastante que —a pesar de mi sorprendente adecuación al mundo del deber moral y la ética del compañero ejemplar— todavía soy aquel pecador que se alimentaba de pezones aliñados con bourbon. En eso el amigo Pascal se equivocaba de lo lindo; por mucho que actúes como un buen muchacho durante mucho tiempo, la moral del ciudadano correcto no se te aparece como por arte de magia. Lo podré negar tanto como quiera, pero sigo siendo aquel despreciable ratón de biblioteca que lo deja todo a medio hacer, el payaso de fiestas que se acaban en llanto, y el dios de la nocturnidad mal digerida a base de unos cafés milagrosos.
La novedad de este año 2025 que empieza son unas ganas locas de seguir caminando, será para resistir o fracasar, pero siempre lo haré desde mi cielo, desde mi amor, desde mi canción
Esta constatación, del hecho de que todo se acaba, me ha provocado una desazón muy superior a la de aterrizar dentro de esta nueva normalidad tan tediosa. Hace muy pocos meses, bromeaba con un amigo mientras organizábamos la próxima cena de hermandad; días después, aquella persona —sempiternamente risueña, ironista de la vida como yo— se iba a pasar su última noche a una habitación cerca del mar, acompañado de una ensalada de pastillas. Son las mismas cápsulas (droga legal) que me zampo por la mañana para evitar el dolor en el costado izquierdo, el temblor de las manos y el recordatorio inmediato de unos sueños que acostumbran a mezclar excrementos, lágrimas y fluidos corporales de otros tiempos. Por paradójico que parezca, toda esta angustia me ha devuelto las ganas de vivir, y ahora paso los días como si volviera a aprender a caminar; traducido a la vida literaria, vuelvo a querer cazar la música perfecta para cada frase.
La novedad de este año 2025 que empieza, quién me lo iba a decir, son unas ganas locas de seguir caminando (nota mental; hay que tener espíritu bello, pero también alejarse de la cursilería); será para resistir o para fracasar, pero siempre lo haré desde mi cielo, desde mi amor, desde mi canción. Espero que me acompañes, querido lector, porque tienes muchos refugios a los que asomarte; yo te agradezco de una forma inmensa que lo sigas haciendo aquí, ahora mismo.