Saber pasearse por la historia es poder disponer de mapas de futuro. Especialmente en épocas de cambio. Todavía es pronto para decidir la profundidad de los cambios que hoy se vislumbran. Sin embargo, hay elementos que apuntan a que los futuros libros de historia mencionarán el año 2025 como un momento de crisis, de giro de tendencias en el sistema internacional que se ha ido construyendo en los últimos ochenta años (1945-2025).
Con casi cien años de diferencia, Trump y Stalin (Putin es harina de otro costal) presentan al menos dos puntos en común: en sus decisiones, los dos anteponen la ideología al conocimiento, y ambos parecen convencidos de que su ideología es más racional y más justa que las ideologías rivales y que, por lo tanto, se impondrá a medio plazo. Un "por lo tanto" que también resulta una previsión de futuro basada más en sus respectivas ideologías que en el conocimiento de experiencias empíricas anteriores.
Naturalmente, no es la primera vez que el contexto económico, político y cultural internacional está globalizado. La primera referencia histórica que conocemos de sociedades globalizadas es la del Mediterráneo oriental y Oriente Medio de finales de la Edad de Bronce. El periodo comprendido entre los siglos XV y XII a. C. fue consolidando toda una red de diplomacia y de interrelaciones económicas y culturales entre varias unidades políticas a las que después hemos denominado minoicos, micénicos-aqueos, egipcios, hititas, mitanios, asirios, cananeos, babilonios, chipriotas, etc. Se conservan tratados, cartas y productos que son testimonio de las activas redes comerciales entre aquellas sociedades, mayoritariamente escritas en lengua acadia, el inglés de la época (el acadio fue el primer imperio del mundo, desarrollado a finales del tercer milenio a. C.).
Este sistema internacional entró en crisis por varias causas a principios del siglo XII (Eric Cline lo ejemplariza en el año 1177 a. C., cuando los ejércitos egipcios de Ramsés III se enfrentan a una invasión de los "pueblos del mar"), dando lugar a un panorama que nos ofrece rumores del momento que vivimos actualmente: territorios mucho más empobrecidos, cambios climáticos (sequías), hambrunas, guerras locales que se generalizan, migraciones internacionales, rebeliones internas, destrucción de ciudades y un claro debilitamiento de potencias imperiales (egipcios, asirios) que no se recuperarían hasta siglos más tarde, mientras otras potencias simplemente desaparecieron (micénicos-aqueos, hititas, mitanios). Un panorama que permitió la aparición de entidades políticas menores (filisteos, israelitas) en el periodo que los historiadores han llamado "la edad oscura" (siglos XII-IX a. C.).
Si no hay cambios importantes en los ámbitos económico y militar que faciliten una unión política efectiva, la UE será un actor todavía más secundario en la segunda mitad del siglo XXI
Las consecuencias de la crisis del siglo XII a. C. fueron diferentes en los diferentes contextos concretos del Mediterráneo oriental y Oriente Medio. Hubo varios gradientes de resiliencia en varias sociedades, y algunas aprovecharon la oportunidad del debilitamiento de los imperios. Tampoco se trató de una época sin avances tecnológicos, ya que rápidamente se consolidó la Edad de Hierro (en la que estamos todavía), que sustituyó a la de Bronce, así como las escrituras alfabéticas en sustitución de las cuneiformes y silábicas. Sin embargo, resulta claro el hundimiento de las culturas centralizadas y aristocráticas de palacio, que, en el caso de Grecia, dieron paso al mundo más empobrecido y aislado de las polis, desarrolladas en los periodos arcaico y clásico.
En la actualidad el panorama global se ha complicado, tanto para los estados como para las relaciones internacionales. Parece que de entrada también se producirá un empobrecimiento general debido a la incertidumbre de futuro y a las consecuencias inflacionarias inmediatas del proteccionismo americano. Y mientras Israel hace lo que le apetece en Gaza y Cisjordania —una vergüenza para Estados Unidos y la UE— al no haber ningún actor estatal o internacional efectivo que le pare los pies (las impotencias de Naciones Unidas y del TPI han quedado de nuevo retratadas), en la guerra de Ucrania parece que, en la práctica, ni Rusia, ni EE.UU., ni la UE están demasiado interesados en la paz. Solo están interesados los ucranianos, por razones obvias.
¿Qué debería hacer la UE? De momento está en tierra de nadie. Le canta un bolero a Trump: "Ni contigo ni sin ti". Así no se va muy lejos. Idealmente, eso que se repite retóricamente de "ver las crisis como una oportunidad" significaría que se dirigiera a constituirse en una unión económica y militar independiente. En el ámbito económico, avanzar, más allá de los subámbitos financiero y comercial, pero sobre todo en fiscalidad, innovación, IA, inversiones compartidas y estrategias productivas globales. Esto es posible, pero parece difícil con 27 estados. En el ámbito militar, donde también impera una retórica — "soberanía responsable"— alejada de una praxis efectiva, significaría establecer un ejército europeo, con una organización, armamento, escenarios estratégicos y mando único. Reforzar los ejércitos de los estados europeos no es reforzar la defensa europea. Esto también sería posible hacerlo, pero no parece que haya voluntad. Más difícil todavía.
Francamente, creo que la UE se está equivocando en dos cosas: no queriendo convertirse en un actor global independiente y tratando a Rusia como un enemigo irreconciliable. Los europeístas llevan treinta años viviendo en un ciego exilio de duelo en relación con el modelo, proyecto y, sobre todo, los liderazgos de la UE. Faltan ideas, objetivos, voluntad y coraje. La UE tiene condiciones para ser un actor global de primer orden manteniendo el bienestar interno. Sin embargo, si no hay cambios importantes en los ámbitos económico y militar que faciliten una unión política efectiva, la UE será un actor todavía más secundario en la segunda mitad del siglo XXI.
Iniciamos un nuevo periodo de imperios nacionalistas con sus respectivas zonas de influencia. Y de nacionalismos de estado, populistas o no, de aquellos que no pueden ser imperios. China siempre en el trasfondo, con su ancestral modernidad paciente. Saben esperar. Los occidentales, no.
Aunque la anunciada crisis actual es un enano respecto a lo que ocurrió en el Mediterráneo de la época antigua, hoy los ecos de nuevos tambores de guerra, así como las rápidas y contundentes medidas adoptadas por Trump, parece que sacudirán el globalizado panorama internacional. Nadie sabe hasta qué punto lo harán ni cuáles serán las consecuencias cuantitativas de la subida de los aranceles y de otras medidas proteccionistas (seguridad, migraciones, capitales, mercancías). Por ejemplo, ¿cuál será el resultado concreto de hacer caso omiso de los compromisos climáticos (interrelación entre energía-agua-alimentos)? O si asistiremos a una mayor erosión de los estados del bienestar europeos que puede profundizar unas crecientes "sociedades del malestar", con el refuerzo de los movimientos de extrema derecha y de las emociones básicas que propician en muchos ciudadanos: miedo, ira, angustia, vergüenza, asco (es interesante la recopilación de paralelismos de la actualidad con la Alemania de los años treinta realizada por Siegmund Ginzberg en Síndrome 1933).
Al final, parece que se podrían concretar algunos de los vectores de futuro que De Gaulle vislumbraba sobre los riesgos de una Europa con una dependencia umbilical económica y militar norteamericana. Faltan liderazgos que muestren tener al mismo tiempo inteligencia y coraje. Es tiempo de dibujar los mapas de futuro atendiendo a los intereses y valores europeos, pero también a la historia. Para la UE, es tiempo de rectificar en términos institucionales y de proyecto. Y no solo de hacerlo ver.