El 20N. Hoy hace 40 años que Franco murió en la cama. O sea, que hace prácticamente el doble, 79, desde el inicio de la guerra (in)civil. Y casi los mismos de democracia. Me acuerdo. Sólo tenía algo más de 7 años, pero se trata de la primera noticia que tengo memoria de haber “leído” del primer diario. Mi madre cosía y me escuchaba, sin decir nada: “Españoles: Franco ha muerto”. Arias Navarro, el presidente del Gobierno, hizo el titular para la historia en aquella comparecencia en blanco y negro en la que certificó el final de la agonía del dictador y declamó su testamento político.

En realidad, el último parte no ha dejado de ser emitido nunca. Hay copia en Youtube, con 204.000 visitas cuando escribo esto. A los de mi generación, a los que ya no teníamos que conocer nada semejante a lo conocido por nuestros padres, siempre nos ha acompañado aquella imagen, aquel "duelo". Es fascinante. ¿Cuántas veces volverán a ser emitidas hoy aquellas imágenes? No puede ser de otra manera. Venimos de violencias antiguas. Y de miedos de ayer mismo que todavía nos marcan los días.

Cuando el loco de la linterna de Nietzsche proclamó en La gaya ciencia que Dios había muerto, también advertía que se avecinaba una gran desgracia. ¿Cómo llenar el vacío (metafísico) de la muerte de Dios? Nietzsche intuyó el fin de todas las certezas, lo que constituía el anuncio de lo que le venía encima a Occidente. Del agujero no emergió el superhombre, sino algunos del peores enemigos de la humanidad del siglo XX y sus nuevas y terribles "verdades": Auschwitz, el Gulag o las prisiones de Franquito.

La actitud de los poderes democráticos del Estado ante el pleito catalán revela la inquietante persistencia de un legado demofóbico disfrazado de "consenso": el del "atado y bien atado"
¿Cómo llenar el vacío de la muerte de Franco? A veces parece que algunos hace 40 años que se dedican a ello: Franco ha muerto, pero en las cosas de comer, que no se note. Todavía no hacía tres años de la muerte del caudillo que se aprobó la Constitución vigente. Efectivamente, para admiración –o tranquilidad– del mundo, todo fue muy rápido. Quizás porque había demasiadas vergüenzas a la vista que había que tapar lo mejor posible en aquella España sostenida en la (patética) invocación de su "diferencia".

Spain is different. Y lo sigue siendo. La actitud de los poderes democráticos del Estado ante el pleito catalán, desde el golpe del TC al Estatut hasta el portazo del Congreso de los Diputados a la celebración de un referéndum no vinculante sobre la relación Catalunya-España, todo armado sobre la base de "la ley", revela la inquietante persistencia de un legado demofóbico disfrazado de "consenso": el del "atado y bien atado". Un consenso del que sigue participando la derecha intolerante y la izquierda que pidió perdón.

Poco tendría que sorprender que el presidente Mas, imputado por haber puesto en la calle unas urnas de cartón, se pregunte quién quiere estar, en este Estado. Ni tampoco que el 48% de los y las catalanas votaran a favor de irse. Unas urnas de cartón a las que el Gobierno de Rajoy no reconoció nunca ninguna validez, ni antes ni después: detalle revelador de cuán delgada puede ser la línea entre la arbitrariedad y el autoritarismo. El precio de la fulgurante transición política española, inaugurada por la muerte biológica del dictador, era su no-muerte política: el consenso. Aquel consenso tantas y tantas veces renovado para que algunas cosas, algunas cosas esenciales, no cambiaran durante 40 años más.