El 47. Ese era el autobús que yo cogía en el paseo de Verdú para ir hasta la plaza Catalunya el mismo año en el que Manolo Vital consiguió que la línea llegase hasta Torre Baró. Su barrio no era entonces ningún paraíso, pero el mío, Nou Barris, tampoco. En todo caso fue el mío hasta que, ya cumplidos los veinte años, mi familia decidió mudarse a la otra punta de la ciudad, para estar más cerca de Viladecans, en una de cuyas fábricas trabajaba mi padre. Yo también gané, la facultad me quedaba mucho más cerca.
El 47 es, tras la película recientemente llegada a las pantallas con ese mismo nombre, el símbolo de una lucha vecinal contra la desidia y la burocracia administrativa en la resolución de los problemas de la gente. Seguramente es muchas cosas más, junto al recital interpretativo de un Eduard Fernández en estado de gracia (¿alguna vez no?) y de todo un grupo de vecinos que, de tan auténticos, casi parecen irreales. Pero lo que me importa ahora no es eso, sino el exasperante realismo con el que la película retrata frases eternas: vuelva usted mañana, esto no es posible, deberá resolverlo en otro negociado, a mí no me han dado instrucciones de cómo arreglarlo, esto no es de mi competencia… ¿Les suena? Sí, porque eso sigue pasando ahora.
Aquí el empresario es un explotador y lo que le ocurra casi es celebrado por quienes jamás tendrían ni la oportunidad ni los arrestos para poner en marcha la más mínima iniciativa
Manel es un empresario catalán con antiguos vínculos comerciales con Italia. Es un sincero admirador del modo en que Italia ha sido capaz de mantener su industria al margen de los obstáculos políticos (y de la mafia en círculos secantes). Así también lo viví yo el tiempo que estudié en Bolonia, Florencia y Roma. Mis amigos del Chet Baker Jazz Club, donde cenaba casi todas las noches, me decían: pagamos y votamos lo imprescindible y luego nos olvidamos de ellos, intentando sobrevivir al margen de su desidia e ineficiencia. Manel decidió, ya cumplidos los 60, invertir todos sus ahorros y pedir un crédito hipotecario para montar un negocio. Parece que el pádel está de moda y él, deportista, se decidió por ese sector. Pero la administración, no. El banco le concedió una carencia de seis meses para comenzar a cobrar capital e intereses, pero el retraso en la concesión de las licencias por ese “vuelva usted mañana” o “ya queda poco” o “no sé si podremos resolverlo” se comió el medio año de respiro y ahora afronta el negocio con todos sus riesgos. Sin red. Por supuesto, en este país el empresario es un explotador y lo que le ocurra casi es celebrado por quienes jamás tendrían ni la oportunidad ni los arrestos para poner en marcha la más mínima iniciativa. Y esa ha sido la diferencia entre España e Italia. Y lo sigue siendo hoy. Eso nos traba o empequeñece y no el hecho de que un puñado de valientes y desesperados marineros, bajo el mando de Hernán Cortés, llegasen a México y no fueran bien recibidos por la minoría sanguinaria que tenía sometidas a todas las demás tribus que encontró y que celebraron con él la liberación y el mestizaje.