Justo hace 15 días del retorno del president Puigdemont a Catalunya, el pasado 8 de agosto. En política, 15 días pueden ser una eternidad, pero es justamente eso, una eternidad de mínimo 15 días, lo que convenía con el fin de valorar en sus justos términos el significado político de aquella acción llena de riesgos, tanto políticos como logísticos. Lo intentaremos explicar en 5 ideas.

1. Este retorno —como la acción de cualquier actor político— respondía a un objetivo político. Por definición, pues, una acción como esta no se justifica por ella misma, sino por el objetivo político al servicio del cual se quiere poner. Y para juzgar si ha sido o no un éxito, de entrada hay que entender el objetivo que pretendía servir.

La política es —no exclusivamente, pero sí muy principalmente— una batalla narrativa. Imponer el relato, ganar la hegemonía narrativa, es una parte central de la actividad política. El relato de Illa —antes, durante y después de la campaña electoral— es ya bastante conocido: después de unos años de excepción en Catalunya, llega la hora de la normalización política. Los catalanes podremos, finalmente, recuperar la tranquilidad perdida: la tranquilidad como valor político superior. ¿A qué sociedad no le gusta la tranquilidad?

La acción del president del día 8 solo se entiende en todo su valor si se interpreta en el marco de esta batalla narrativa: hizo saltar por los aires de una tacada, por la vía de los hechos, el relato de la normalización. ¿En qué país democrático del mundo, un expresidente y diputado del nuevo Parlament corre el riesgo de ser detenido por una cúpula judicial que se niega a amnistiarlo, cuando intenta ejercer su derecho —y su deber— de representar a los ciudadanos que lo han votado? Nada más opuesto a la normalización política que esto.

Un detalle importante, en este sentido: la acción del president, en sí misma, no obedecía a ningún impulso boicoteador, sino que simplemente seguía la lógica democrática más pura y elemental, eso es, intentar asistir al pleno de investidura en el Parlament al cual perteneces. Que intentar hacer la cosa más normal del mundo —ejercer tus derechos como líder de la segunda fuerza más votada— implicara una cosa tan anormal —acabar encarcelado porque hay un tribunal que se salta de manera flagrante la ley— es la negación más rotunda posible de cualquier tipo de normalización. De hecho, es todo lo contrario: la prueba más elocuente de que el estado de derecho español está en fallida.

Para eso sirvió el retorno del día 8: para pulverizar la idea de que la normalización política ha llegado, dejar claro que, de normalidad, nada de nada, y a fe que lo consiguió. El retorno (la acción) al servicio de la batalla narrativa (el objetivo). Y una cuestión no menor: este objetivo se consiguió desde el respeto más escrupuloso a la dinámica institucional. Se trataba de hacer saltar por los aires un relato —el del candidato a la investidura— pero sin hacer saltar por los aires su investidura misma. Y así es como fue.

Para eso sirvió el retorno del día 8: para pulverizar la idea de que la normalización política ha llegado, dejar claro que, de normalidad, nada de nada

2. Un magnífico ejemplo de esta batalla narrativa en la cual nos encontramos es el titular de El País —la cabecera con más impacto internacional de la prensa española— del 11 de agosto: "Catalunya entierra su revolución independentista", a cinco columnas, para "explicar" el significado político de la toma de posesión de Illa. Un titular precocinado al servicio del relato de la normalización. Sin embargo, con los hechos de tres días antes, el titular nació caducado ya antes de ser consumido. Un titular como este, que sin la acción del 8 de agosto del president habría podido parecer más o menos convincente, a causa de aquel retorno, roza el más absurdo de los ridículos.

No olvidemos que las batallas narrativas se hacen delante de un determinado público. En el caso de la que ahora nos ocupa, los espectadores no son solo la opinión pública catalana y la española, sino también la europea y la internacional. Que son del todo claves. Quizás en Catalunya una mayoría de los ciudadanos sabe que el relato de la normalización política es solo eso, un relato que tiene a Illa como intérprete principal, pero que pega poco con la realidad. Incluso en España hay probablemente una conciencia suficiente de que esto del conflicto catalán no se ha acabado. ¿Pero y en Europa? ¿Y en el mundo? Allí, en general, la última noticia que recuerdan es que en el estado español se había aprobado una ley de amnistía y que eso ponía fin a la represión y, en consecuencia, a unos años convulsos en Catalunya. Era la noticia que al Gobierno le convenía que quedara bien grabada en la retina del mainstream europeo.

Cuando el 1 de julio el Tribunal Supremo se saltó esta ley por la cara, la noticia si salió en los diarios extranjeros, lo hizo con un impacto muy moderado. Que esta decisión del Supremo es, de facto, un golpe de estado —porque es un atentado a la división de poderes y una vulneración flagrante del imperio de la ley— no se enteró nadie. La gracia de un golpe de estado hecho a través de la judicatura es que, de cara a la galería, apenas se nota y que es difícil de explicar. Y más si el artífice es el máximo tribunal.

La acción del 8 de agosto hizo evidente de manera elocuente este golpe de estado encubierto del Supremo de cara a la opinión pública europea e internacional. El impacto ha sido global: la ida y venida del president tuvo todos los diarios, teles y medios de todas partes pendientes durante 24 horas. Y todo el mundo inevitablemente se hizo la misma pregunta: ¿por qué Puigdemont se ha tenido que volver a marchar, por segunda vez? ¿Qué está pasando en Catalunya? ¿El conflicto catalán no estaba en vías de solución?

El retorno iba de eso: de tratar de ganar la batalla narrativa también y muy principalmente a escala internacional. Poner un foco gigante ante la opinión pública europea para evidenciar aquello —un golpe de estado encubierto— que hasta aquel momento estaba prácticamente a oscuras. Y en consecuencia, de forzar al Gobierno a reaccionar de una manera más contundente ante esta situación tan grave. ¿La Abogacía del Estado se querella contra el juez que supuestamente practica el lawfare contra la mujer del presidente del Gobierno y, en cambio, mira hacia otro lado cuando el Supremo hace la exhibición de lawfare más obscena posible contra los líderes independentistas? Después del 8 de agosto, Pedro Sánchez y su hombre en Catalunya —Salvador Illa— lo tienen una pizca más difícil para silbar y hacer como si nada ante la inaplicación de la ley de amnistía.

La acción del 8 de agosto hizo evidente de manera elocuente este golpe de estado encubierto del Supremo de cara a la opinión pública europea e internacional

3. El riesgo de que Illa consiguiera imponer el relato de la normalización —intento que, por descontado, tiene todo el derecho a hacer, al igual que Puigdemont tiene todo el derecho a intentar lo contrario— era alto. Y el primer día, en una batalla narrativa como esta, cuenta mucho. El 8 de agosto era este "primer día". Y creo que no exagero si digo que el balance parcial de aquella jornada —entre el relato del "vuelve la normalidad" y el relato del "aquí no se ha acabado nada"— es de goleada en favor de Puigdemont.

Illa, probablemente, contaba con que con reclamar —en los primeros párrafos de su discurso de investidura— la aplicación completa y total de la ley de amnistía ya bastaba. Debe ser por eso que hizo esta reclamación como si de un trámite burocrático se tratara. Pero este tono funcionarial contrastaba de manera flagrante con la situación que, justo mientras él hablaba en el hemiciclo, se estaba produciendo fuera del Parlament: centenares de policías bajo las órdenes del gobierno catalán persiguiendo a un expresident de la Generalitat —es decir, un predecesor suyo— por un delito que nunca ha cometido y gaseando a manifestantes de la tercera edad con gas pimienta. Y el país bloqueado por una operación Jaula delirante, que hasta entonces la policía catalana solo había aplicado para atrapar a los responsables de un crimen terrorista con decenas de muertos y heridos.

Sin el retorno a Catalunya y el retorno al exilio del president, quizás aquella frase de oficio de Illa habría podido parecer suficiente. Pero con aquel doble retorno, exigir la amnistía con tono funcionarial —como un mero complemento de la normalización— ya no le permitirá vender con convicción este relato. De manera simétrica, si el president se hubiera limitado a denunciar la inaplicación de la amnistía desde el exilio, sin la inesperada acción del día 8, también le habría sido mucho más difícil colocar el relato de la no normalización y ganar la batalla narrativa a nivel internacional.

Ir a Catalunya implicaba, sin ningún tipo de duda, un riesgo altísimo de ser detenido. La detención ciertamente habría puesto en evidencia de manera todavía más dramática la ausencia total de normalidad. Pero el encarcelamiento del president tenía un inconveniente que, para muchos, no compensaba sus beneficios: regalar al Estado una foto que ha buscado desesperadamente durante siete años y que nunca hasta ahora había conseguido. Una foto del president detenido que habría quedado para la historia y que, sin duda, para el estado español y una buena parte de su sociedad habría sido leída como una grandísima victoria.

Una foto que el exilio ha luchado por impedir durante todos estos años: no en vano, cada vez que hemos evitado una extradición —ya fuera en Alemania, en Bélgica, en Italia o ante el Tribunal de Luxemburgo—, lo hemos explicado como una inmensa victoria política que hacía aparecer a España como un estado autoritario. Si durante siete años la manera de poner en evidencia al estado español había sido evitar el encarcelamiento, ¿por qué ahora el president Puigdemont asumía la posibilidad del encarcelamiento como una manera de hacer lo mismo? Es normal que hubiera mucha gente a quien le costara entenderlo. Aunque la respuesta, en verdad, es sencilla: este encarcelamiento, con la ley de amnistía aprobada, ponía en evidencia el estado español de una manera mucho más contundente que cuando esta ley todavía no estaba en vigor.

Sea como sea, las dos opciones —volver o no volver— tenían sus pros y sus contras. Denunciar el golpe de estado desde el exilio evitaba el riesgo del encarcelamiento, pero le quitaba al relato del "aquí no se ha acabado nada" mucha potencia comunicativa. Volver pero acabar encarcelado tenía una ventaja evidente —hacer añicos con contundencia el relato de la normalización— pero también un gran inconveniente —regalar al Estado la foto más codiciada y permitir al nacionalismo español sentirse victorioso. Por este motivo, para muchos, el saldo narrativo de una vuelta con encarcelamiento era negativo: les pesaba más lo que hubiera tenido de victoria española que su indudable utilidad para desenmascarar el golpe de estado de facto del Supremo. Y por eso es normal que fueran muchos los que los días previos al 8 de agosto aconsejaban al president que no volviera: viendo el encarcelamiento como inevitable, creían que los costes —no solo personal y familiares, que también, por descontado, sino sobre todo los políticos— no compensaban las ventajas.

Sin embargo, gracias a una audaz y sabia planificación, se consiguió el "milagro" de un retorno sin encarcelamiento. Esta opción, la más improbable logísticamente, era sin ningún tipo de duda la más beneficiosa políticamente. Porque permitía imponerse de manera contundente en la batalla por el relato, sin haber pagado ningún precio político (ni personal) en forma de detención. Y esta es la opción que —contra todo pronóstico— acabó ocurriendo. El objetivo político de aquella acción, así, se alcanzó de manera clara y de sobras.

La opción de un retorno sin encarcelamiento era la más beneficiosa políticamente, porque permitía imponerse de manera contundente en la batalla por el relato, sin haber pagado ningún precio político (ni personal) en forma de detención

4. En cualquier caso, el principal inconveniente de una acción como aquella —un retorno a Catalunya sin detención— es la espectacularidad logística de la operación. Es tan inverosímil que el president pudiera anunciar públicamente el día, la hora y el lugar de su retorno, que llegara hasta el escenario para hacer el discurso previsto y que aun así pudiera evitar ser detenido —tal como había avisado repetidamente que intentaría hacer— mientras 600 policías lo esperaban en aquella misma zona, y que se hiciera una operación Jaula poniendo controles por todo el país sin que nada de eso sirviera absolutamente de nada, que hay mucha gente que todavía hoy se pregunta cómo ha sido posible.

De aquí que el foco comunicativo se centrara, aquel mismo día y los posteriores, en esta dimensión logística de los hechos ocurridos. Los interrogantes relativos a esta dimensión eran tantos y tan golosos que era imposible que los medios —y el público en general— no se hicieran mil y una preguntas al respeto. Pero eso comunicativamente presenta un inconveniente: en vez de hablar del objetivo político del retorno, en vez de centrarse en la batalla narrativa, una gran parte de los titulares y de las conversaciones en un primer momento han versado sobre su organización, sobre "el plan" y su ejecución. La conversación pública se ha fijado más en el "cómo" que en el "por qué". La espectacularidad de la acción ha eclipsado, en cierta medida, su objetivo político. Pero ante unos hechos como estos, este inconveniente era probablemente insalvable.

Por eso, pasado el primer impacto, es fundamental poner el foco sobre su objetivo político para que esta acción tenga sentido. Sobre su dimensión logística, aquello que hace falta, en todo caso, es constatar la paradoja de que, aunque nadie se podía imaginar lo que acabó pasando, en realidad no pasó nada diferente de lo que el mismo protagonista había anunciado. Dijo que volvería y volvió; dijo que intentaría evitar la detención y la evitó. ¿Dónde está la sorpresa? Sin embargo, todavía hoy hay un país entero sorprendido —y, lo que es más preocupante, una cúpula política de los Mossos que todavía no ha digerido la sorpresa. Todo permite recordar aquella ley de la vista según la cual para fijarte en alguna cosa, la tienes que tener a una mínima distancia: cuando la tienes demasiado cerca, es imposible de ver y de identificar. Puigdemont había anunciado que haría lo que hizo, pero era tan inverosímil que a nadie le pareció que fuera posible.

Ahora, pues, hay que insistir en el sentido político de la acción: de normalización nada y este doble retorno en 48 horas —retorno a Catalunya y retorno al exilio— es la prueba más contundente ante el mundo entero. No habrá normalidad hasta que la ley de amnistía no esté plenamente aplicada y el golpe de estado del Tribunal Supremo no sea rectificado. Eso para empezar. Sin eso, las contradicciones de aquellos que necesitan la normalidad para legitimar su estrategia política, explotan de manera indefectible. Empezando por ERC. Ha habido pocas contradicciones más obscenas en la política catalana reciente que escuchar a la secretaria general de este partido declarando que quería que el president Puigdemont pudiera volver libre a casa como ella y que tres días después el gobierno de su partido le enviara a 600 policías para tratar de detenerlo. Hay muchas maneras de cumplir la función de policía judicial: se puede hacer con más o menos celo, con más o menos entusiasmo y con más o menos devoción. Y en el caso del president Puigdemont, el Departamento de Interior quiso cumplir esta función con una intensidad nunca vista hasta ahora. ¿Por qué? Sin duda, ERC tendrá que asumir las consecuencias políticas de esta decisión (política, que no técnica).

No habrá normalidad hasta que la ley de amnistía no esté plenamente aplicada y el golpe de estado del Tribunal Supremo no sea rectificado

5. Los hechos del 8 de agosto desenmascaran las contradicciones de todo el mundo, sí. Empezando por ERC, como decíamos, y continuando por el PSC. Illa sabe perfectamente que no habrá normalidad política en Catalunya hasta que no se aplique plenamente la ley de amnistía. Por eso empezó el discurso de investidura como lo empezó, obviamente. Pero lo que probablemente no tiene tan claro es que, si bien la amnistía es una condición necesaria de la normalización, ni mucho menos es una condición suficiente. Después del 1-O del 2017, en Catalunya solo habrá plena normalidad política cuando el estado español le respete su derecho a la autodeterminación y, en consecuencia, reconozca los resultados de un referéndum de independencia. Esta es la condición necesaria y suficiente de la normalización. Y este es, a mi entender, el núcleo de la batalla narrativa al servicio de la cual el president Puigdemont quiso hacer su retorno.

El president no vino a Barcelona solo a poner de manifiesto delante del mundo que la amnistía no se aplica, que el Supremo ha hecho un golpe de estado, que el estado de derecho en España está en fallida. Vino a hacer esto, también, pero no solo. Con su "encara som aquí" —cambiante el "ja" de Tarradellas por el encara" y cambiando "soc" por el "som"— vino a recordar que el 1-O del 2017 es un antes y un después, y que después de aquel referéndum, por el solo hecho de que se celebrara —a pesar de todos los esfuerzos y toda la represión del estado español para impedirlo, gracias al talento logístico y la determinación de un movimiento entero, de sus entidades cívicas y del gobierno que lo representaba— ya nada será igual. Y que ya nada será igual quiere decir exactamente eso: que la normalización sin un referéndum en Catalunya reconocido y respetado por España es sencillamente imposible.

Este es, desde mi punto de vista, el más importante de los mensajes que venía a proclamar el president Puigdemont con su retorno el día de la investidura de Illa. Y aquí está el significado último —y por lo tanto, la grandeza política— de aquella acción arriesgada. El pasar página del president Illa es, por encima de todo, un intento de borrar el 1-O, de olvidarlo, hacer como si no hubiera existido. La batalla narrativa —este pulso agónico entre el relato de la normalización y el de la no normalización— en realidad no versa sobre la amnistía, sino sobre la autodeterminación. El PSC ha entendido que no hay normalización sin amnistía. Pero cree —o sueña— que podría haber normalización sin autodeterminación. Y el retorno de Carles Puigdemont tendría que servir, sobre todo, para dejar las cosas claras en este punto: sin un referéndum reconocido, ya no podrá haber nunca más normalidad. Por más que Illa intente hacer pivotar su presidencia sobre la idea contraria. Porque el 1-O ha tenido lugar. Porque la historia no tiene marcha atrás. Porque cuando un pueblo —una sociedad— prueba la libertad política una vez, es muy difícil que después renuncie a ella para siempre. Y tarde o temprano, este pueblo la querrá conquistar de manera irreversible.

Este era —o al menos así lo interpreto yo— el núcleo de la batalla narrativa que se libró el día 8 de agosto a unos pocos centenares de metros de distancia. Dentro del Parlament, el relato según el cual la amnistía, cuando finalmente se aplique, permitirá la plena normalidad. Fuera, en el Arc de Triomf, el relato según el cual el conflicto no se acabará por el hecho de que los exiliados puedan volver libres a casa —por más que ahora denunciamos con contundencia el golpe de estado que nos lo impide, mientras Illa y Sánchez miran hacia otro lado— sino que la normalización política en Catalunya pasa indefectiblemente por el respeto de la autodeterminación, porque los del 1-O "encara som aquí". El 8 de agosto iba de recordarnos eso a nosotros mismos, recordárselo a España y recordárselo al mundo. En este sentido, no está de más reparar en el detalle —no menor— que el acto de recibimiento del MHP en el marco del cual pronunció su discurso estaba convocado por el Consell de la República, la misión del cual, como es sabido, no es otra que preservar y mantener vivo el mandato derivado del referéndum del 1-O.

Esta era, como digo, la batalla narrativa que se dirimía el pasado día 8. Y todo parece indicar que alguien la ganó, ya no a puntos, sino por KO técnico.