En el informe La Catalunya dels 8 milions, que ha elaborado el Centre d’Estudis Demogràfics, aparte del hito que representa haber pasado los 8 millones de población —en la cabeza de los de mi generación está la cifra de los 6 millones—, se pone en evidencia el crecimiento del peso específico de los nacidos fuera de Catalunya y, especialmente, en el último siglo fuera del estado español. En este siglo XXI han llegado, y se han quedado —porque el paso ha sido mayor—, 1,7 millones de personas, un 21% del total; porcentaje que alcanza el 28% de los habitantes de Catalunya si añadimos todas y todos los nacidos en el extranjero más sus hijos e hijas.
De hecho, aunque ahora hablamos de recién llegadas y recién llegados de fuera del Estado como los protagonistas primeros del fenómeno migratorio, para Catalunya las grandes olas migratorias de fuera del territorio no son algo nuevo. El siglo pasado, dos grandes llegadas procedentes del resto del estado español —la del 1910-1929 y la más conocida, por próxima y por nombrada, la que empieza después de la guerra y que llega a su cénit en la década de los sesenta—, ya marcaron el devenir del crecimiento de la población catalana y siguen siendo un rasgo definidor. Solo hay que mirar la composición poblacional por generaciones. En Catalunya, el 65,8% de la población es migrante directamente o descendiente de migrantes, y el 75% tiene almenos un abuelo o una abuela que no nació en Catalunya.
Todo nos deja una fotografía muy clara, que se plasma en todo el territorio, no podemos hablar solo de un fenómeno urbano o de área metropolitana, y que pone la diversidad de procedencia como una característica central de la convivencia, con lo que eso tiene de reto y, al mismo tiempo, de oportunidad. Dos caras de la misma moneda que necesitan, a toda costa, la lengua catalana como herramienta cohesionadora.
Somos 8 millones y necesitamos más que nunca el catalán y lo que tenemos es una lucha fratricida del castellano contra el catalán; que no solo ataca los derechos lingüísticos de los catalanohablantes, sino que deja sin posibilidades el uso de la lengua como un eje vertebrador de la cohesión social
Ciertamente, no es este un problema de un solo factor, la mirada tiene que ser muy compleja y los aspectos materiales, las oportunidades económicas, son centrales, cuando menos para un tipo determinado de cohesión; pero, en cualquier caso, quiero insistir en la lengua. Somos 8 millones y necesitamos más que nunca el catalán y lo que tenemos es una lucha fratricida del castellano contra el catalán; que no solo ataca los derechos lingüísticos de los catalanohablantes, sino que deja sin posibilidades el uso de la lengua como un eje vertebrador de la cohesión social.
El éxito de la escuela en catalán, de la inmersión lingüística, no era un éxito lingüístico como tal —solo hay que recordar las cifras del grado de las competencias adquiridas—, pero sí que era un éxito —-o, en todo caso, un éxito mucho más grande— social y político en términos de convivencia. De buena convivencia y una reivindicación, un derecho reclamado, de los recién llegados el siglo pasado del resto del estado español, hasta que la política chapucera y rabiosa —de unos cuantos, cada vez más— ha hecho de la lengua, del uso del catalán, un campo de batalla para ganar votos alimentando la fractura social.
Hablar un mismo idioma en sentido metafórico sobrepasa la lengua concreta de los y las hablantes, pero al mismo tiempo en el sentido más literal es el elemento necesario para entendernos no solo lingüísticamente, también culturalmente. Y esto no es un llamamiento a la uniformización de ningún tipo, ni mucho menos contra la diversidad; al contrario. Pero no basta con vivir en un lugar, como quien está de forma provisional o haciendo ver que todavía está en el lugar de origen, sin que eso sea lo mismo que negar los orígenes o no tenerlos presentes. Cuando se llega a un lugar nuevo, cuando uno es recién llegado, no basta con quedarse tiempo para dejar de serlo, hay que conocer la forma de vivir, los valores centrales, y eso es mucho más difícil sin conocer la lengua del país, y aquí, por mucho que muchos y muchas se empeñen, no es el castellano, es el catalán.