Hoy hace siete años que estoy sentada en un banco de la estación de tren de Girona esperando que llegue el tren que me tiene que llevar a Barcelona para…, bueno, ya no recuerdo por qué tenía que ir, pero, si estoy aquí sentada esperando el tren, y con veintidós kilos más encima, fruto de mi alimentación a base de snacks y croissants, será por algún motivo de peso (nunca mejor dicho). Durante estos siete años he conocido a muchos pasajeros que, como yo, tenían que esperarse porque el tren no llegaba (con uno de ellos nos casamos y tuvimos tres hijos en el lavabo de la estación) y, si llegaba, iba tan lleno que, por motivos de supervivencia y de autoestima, era mejor permanecer en la estación. También he conocido a otros que se habían quedado encerrados en el tren por una avería eléctrica durante tres horas y debido a la falta de aire ya no recordaban dónde vivían y tenían la cabeza azul. Un día, incluso, conocí a uno muy simpático que aseguraba que había salido de Mataró en 1862 y que su mujer lo había dejado porque lo había dado por muerto (en aquella época, desgraciadamente, no había WhatsApp).
La libertad de Catalunya no nos la construirá nadie que venga de España o que trabaje para ella
Explicándoos todo esto, he sentido un poco de nostalgia. Me ha venido a la cabeza el último tren que cogí y que llegó puntual, ahora hará veintitrés años, cuando Renfe aún disimulaba el odio que sentía por nosotros, los catalanes. Recuerdo que cogí el tren en Girona y llegué a Barcelona el mismo día, y que, aunque lloviznaba, no descarriló. También tengo una imagen borrosa en la cabeza, supongo que fruto del humo (porque antes se fumaba en los vagones): que había asientos libres, que se oía gente hablando catalán y que no había nadie con la cara empotrada en el cristal de la ventana o sentada en el regazo de alguien. ¡Qué tiempos! Siempre llegabas puntual al trabajo y, si llegabas tarde, no podías utilizar de excusa la Renfe porque nadie se lo tragaba. Eran tiempos en que las huelgas de los trabajadores se notaban, se sentían hasta el dedo meñique del pie; no como ahora, que pasan más trenes cuando hacen huelga que cuando no la hacen. Actualmente, llegas antes a tu destino si vas saltando a la pata coja y te paras a comer un desayuno de tenedor y cuchillo (con siesta incluida) que en tren. Cualquier tiempo pasado fue mejor, ¿verdad?
Los catalanes nos pasamos el día luchando contra adversidades de todo tipo. Desde tener que aguantar que nos llamen tacaños, a pesar de ser los que más pagamos de España (y que a cambio nos den unos servicios deficientes o inexistentes); hasta tener que ofrecer incentivos económicos a jueces y abogados para que empleen el catalán en los juzgados (¡¡¡de Catalunya!!!, no de Albacete). Basta ya de bajarnos los pantalones, ¿no? Nos pasamos el día recibiendo bastonazos, sean físicos (como el 1 de octubre de 2017) o psicológicos (como el desprecio constante a nuestra lengua y cultura), y lo único que hacemos es hacer cuatro tuits cagándonos en todo, ponernos un lacito amarillo en el pecho, como queriendo decir que ahora sí que lo tenemos a tocar, y ensanchar bases, que están tan ensanchadas que cabe todo el mundo menos los catalanes. Lo que dijo Pere Calders en el microcuento L’exprés, “Nadie solía decirle a qué hora pasaría el tren. Lo veían tan cargado de maletas, que les daba pena explicarle que allí nunca había habido ni vías ni estación.”, se podría aplicar a la tomadura de pelo del Procés. Empecemos a tocar con los pies en el suelo y a abrir los ojos porque la libertad de Catalunya no nos la construirá nadie que venga de España o que trabaje para ella. Mira, parece que finalmente llega el tren. A ver qué carajo voy a hacer yo ahora en Barcelona después de siete años.