Todo acontecimiento de peso pilla al Partido Popular describiendo un paisaje que no alcanza a ver al completo, donde no termina de colocarse y desde el que emite mensajes contradictorios. El partido más votado, autoproclamado merecedor de gobernar esta legislatura, es quien más sufre. En eso, como todos los conservadores clásicos. Desde que Trump es presidente, la geopolítica y la irrupción ultra ya no son una discusión dialéctica. Tiene impacto real, desencadena el mayor revulsivo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial y mueve con fuerza el eje liberal. El crecimiento de las marcas de extrema derecha tiene su anclaje en Trump y en su onda expansiva de aliados, Alberto Núñez Feijóo no pinta nada.
Ningún demérito, salvo estar perdido en la hoja de ruta. Si hasta ahora el PSOE lo ha presionado para soltar a VOX, ahora es Santiago Abascal quien va a por el PP. Recién llegado de Washington, se ha lanzado contra Feijóo. “Vuestro fraude electoral debería estar penalizado”, ha dicho en referencia a los cambios de postura de los populares y a la gran coalición alemana bien acogida por la dirección de Génova (qué remedio). Eres una “estafa política”, ha escrito Abascal, por decir “un día una cosa sobre inmigración y al día siguiente la contraria (Y así con casi todo)”. Para los socialistas, los populares “no se dan por aludidos” en su relación con VOX. Mientras Francia armó una coalición que, aún siento endeble, expulsó a Marine Le Pen y Alemania ha hecho lo propio con Alice Weidel, las dudas del PP sobre dónde están y con quién quieren pactar siguen abiertas.
A VOX le va a costar hacer campaña nacional de la mano de Trump. Si hay aranceles comerciales pedirá al ciudadano votar contra sí mismo, apoyar a la Rusia de Putin o una rendición de Ucrania en una España europeísta que acogió a miles de refugiados ucranianos tampoco será fácil. Y está fuera del tablero político al alinearse a la ultraderecha de corte nazi y antipolítica. Ha cambiado a Giorgia Meloni por el húngaro Viktor Orbán y la líder de AfD, Alice Weidel, a quien felicita deseándole el “mayor de los éxitos”. Si los de Le Pen abandonaban la Conferencia de Washington tras el saludo nazi de Steve Bannon, Abascal se quedó haciendo genuflexiones; mientras llama “sinvergüenza” a Pedro Sánchez en X por el apoyo a Ucrania, calla ante el voto de Trump y Rusia contra la resolución de la ONU que reconoce la invasión a Ucrania y no un mero “conflicto”.
El crecimiento de las marcas de extrema derecha tiene su anclaje en Trump y en su onda expansiva de aliados, Alberto Núñez Feijóo no pinta nada
Las elecciones en Alemania nos han dado las coordenadas europeas. Con la AfD por encima del 20% (uno de cada cinco alemanes les ha votado), no hay nadie a salvo. El país con mayor tradición de coaliciones (ha habido ocho) dibuja los dos grandes frentes en Europa: garantizar la seguridad exterior y proteger la democracia a nivel interno. Y el cordón sanitario —o más bien democrático— como salvaguarda para mantener ambas cosas. Además de la obligación de abordar los miedos de quienes votan a la extrema derecha: un temor irracional al inmigrante y al futuro.
Por lo pronto, Pedro Sánchez aguanta como referente socialdemócrata junto a Keir Starmer, apoyado por Ursula von der Leyen a su lado este lunes en Kyiv, mientras en lo nacional desengrasa la gobernabilidad con ERC y Junts. En pleno ruido internacional, la ley para condonar 83.000 millones de deuda autonómica o el inminente pacto de transferencia de competencias migratorias a Junts parece una letra pequeña. Acuerdos que allanan la legislatura y permiten a cada socio legislar según su agenda propia.
En frente tiene a Feijóo, atrapado en la tensión de qué hacer con VOX. Con Junts como metáfora, alabando un día los pactos con los de Puigdemont y tachando al partido de golpista al día siguiente. En ese vaivén, elogia la coalición alemana y la critica dentro, como si los conservadores alemanes no pusieran también las condiciones para que sea posible. En España ha podido haber coaliciones vía abstención en hasta siete legislaturas. El PSOE se abstuvo en 2016 y el desgarro del partido fue casi mortal. Ambos partidos anteponen su gobernabilidad pero en condiciones excepcionales —y estas lo son— el PP tendrá que elegir por qué apostar y a quién pedirle el apoyo. Paradójicamente, en este momentum político el problema con los socios está en la oposición.