Tenemos prisa. El tiempo tiraniza nuestra vida, nos chupa posibilidades. En la vida moderna capitalista occidental, casi independientemente de sus valores, estatus y compromisos morales, los sujetos se sienten notoriamente con poco tiempo e incansablemente presionados para apresurarse. Quien más lo ha estudiado es el pensador Hartmut Rosa, que ha observado cómo los individuos nos sentimos atrapados en una carrera de rutinas diarias, poseídos por el miedo a perdernos, a quedarnos atrás, a no poder ponernos al día con todos los requisitos que sentimos como obligaciones. Parece que para vivir, hay que correr.
Corremos, pero cerramos el día con un sentimiento de culpa, nunca conseguimos finalizar aquello que queda pendiente. Estamos siempre en deuda, somos insolventes temporales. Rosa detecta que necesitamos más tiempo para hacer el trabajo bien, para mejorar habilidades y conocimientos, para renovar nuestro software, para cuidar a la familia, para ver a amigos y familiares, para cuidar de la casa, del cuerpo. Y también para llegar a un acuerdo con nuestro yo más interno, con nuestra mente o alma y espíritu.
La buena vida en su esencia no es una cuestión de abasto sino una manera particular de relacionarse con el mundo, los lugares, las personas, las ideas y los cuerpos, sin olvidarse de uno mismo, la naturaleza y los otros
Si tenemos poco tiempo, intentamos estar tan enfocados y orientados a los objetivos como sea posible; no nos podemos permitir, por lo tanto, el lujo de ser transformados, "tocados", en palabras del pensador alemán. Lo mismo pasa, claro está, si nos mueve el miedo. El miedo nos obliga a erigir barreras y a cerrar nuestra mente, nos traslada a un modo en el cual, precisamente, intentamos no ser tocados por el "mundo".
El pensador alemán que conceptualizó la "aceleración" mortal de nuestra modernidad también desarrolló su antídoto: la "resonancia". Encuentra trazas en las grandes tradiciones espirituales, en la conexión, en el hecho de dejarse interpelar. Rosa es provocativo y cree que la democracia necesita la religión, ya que esta ofrece un recurso esencial para reinstaurar una relación de escucha y resonancia, un eco necesario. Estamos, sí, más acelerados, más productivos, más consumistas, más conectados, pero quizás no más felices sino más alienados. La calidad de vida no es solo material ni productiva. Los médicos ya nos avisan de que no podemos vivir solo presionados (estresados) por el trabajo y las obligaciones. El mundo es multidimensional y solo lo apreciaremos bien durante la pausa para pensar. No somos hámsteres en una rueda, pero para darnos cuenta de ello tenemos que parar.
El antídoto radica, pues, en recuperar los lazos rotos con esferas como la del amor, la amistad, el ocio, el deporte, la naturaleza, la religión... La solución para vivir mejor es recuperar la buena relación con el mundo. Tenemos buenas razones para suponer que la buena vida en su esencia no es una cuestión de abasto (en dinero, riqueza, opciones o capacidades), sino una manera particular de relacionarse con el mundo, los lugares, las personas, las ideas y los cuerpos, sin olvidarse de uno mismo, la naturaleza y los otros.