No tiene razón Ana Rosa Quintana cuando afirma que Barcelona habría podido ser la capital más fashion de Europa, pero que no lo es "por culpa de Ada Colau","como lo es ahora", añade, "Madrid". La razón de esta última afirmación no sé de dónde la saca AR, pero debe de saberlo por el cosmopolitismo que irradian sus platós y su lideresa de cabecera, Isabel Díaz Ayuso.

Ser fashion o no fashion depende de los ojos que te miran y, por lo tanto, importa relativamente poco si sufren de cataratas o gozan de una vista de águila imperial. Lo que sí ha demostrado la dos veces milenaria Barcelona es que es tan resistente que ha sobrevivido a dos mandatos de Ada Colau, una alcaldesa que entró como el exponente de la nueva política y abandonó el cargo con la prepotencia de quienes se creen imprescindibles.

Durante estos ocho años, Ada ha respondido a los críticos con una frase emblemática de los nuevos tiempos, "me critican por mi condición de mujer", un dardo dirigido al heteropatriarcado y a los poderes oligárquicos que no soportan, cree, haber perdido las riendas de la ciudad. Y como cantaba La Trinca, "narinant, narinant, narinant." Los Comunes, con Ada Colau al frente, alzaron la bandera de la justicia social y entre canción festivalera y mensaje molón en las redes sociales, le encontraron el gusto a un sectarismo propio del radicalismo woke y su tendencia a creerse moralmente superiores. Cualquiera que no pensara como los buenos ciudadanos cobijados bajo el paraguas de los Comunes, era un reaccionario, un misógino, un homófobo, un racista, uno insolidario y un objetivo de la cultura de la cancelación.

Para poder llevar a cabo la política guay, la alcaldesa necesitaba adeptos, y reclutó a unos cuantos, que fueron saliendo de la foto cuando —en una versión ecosostenible de La invasión de los ultracuerpos— los miembros de la moribunda ICV fueron colonizando las estructuras de una formación novel como los Comunes. La experiencia es la experiencia. Uno de los grandes ultracuerpos pensantes es el guerrero de Twitter y símbolo del constitucionalismo, Joan Coscubiela.

Y como todo poli bueno necesita a su alter ego chungo, Ada Colau encontró en Janet Sanz a la voz intolerante de la alcaldía, que de cuarta pasó a segunda teniente de alcalde, con la misión de gestionar el urbanismo, la ecología, las infraestructuras y la movilidad de la ciudad. A Janet le ha faltado empatía y le ha sobrado la prepotencia de las que se creen poseedoras de la verdad única. Es cierto, Janet va en bicicleta por la ciudad, pero su postura contraria a proyectos como el Hermitage se ha convertido en monóxido de carbono para el desarrollo de Barcelona. Un "No al Hermitage" obsesivo que, como contrapropuesta, ninguna propuesta. Estas maneras prepotentes son fruto de las inseguridades de una formación que alcanzó la alcaldía por sorpresa y sin una visión global de una capital sin Estado, que funciona con el maridaje permanente del dinero público y el capital privado, el gran demonio de los Comunes. Convertida en oposición, las últimas intervenciones de Janet en la sala de plenos del consistorio han dejado patente su talante, dirigiéndose al alcalde con un tono de perdonavidas. O nosotros o el infierno. Y es que hace mucho frío en la oposición cuando crees que posees la verdad única digna de las mentes totalitarias.

Para los constitucionalistas ortodoxos, los Comunes fueron mucho más útiles que formaciones neofalangistas como la de Arrimadas

La cultura tampoco se convirtió en uno de los platos fuertes de los Comunes, y sorprende, tratándose de una formación de izquierdas. Casi todos los grandes acontecimientos los recibieron cocinados, y su imaginación cultural ha sido más bien pobre. Joan Subirats fue el primero en hacerse cargo de la cultura de la ciudad, pero lo único que sé de él es lo que afirmaban sus acólitos como un mantra: "es una persona muy inteligente". Nombrado ministro, fue sustituido por Jordi Martí, uno de los corchos históricos de la metrópoli, del que cuelga otro mantra: "es muy brillante". Y flotando, flotando, ahora es secretario de estado de Cultura.

Justo antes de las elecciones municipales de 2019, una persona de los Comunes me llamó para invitarme al acto de inicio de campaña y le respondí que era absurdo, porque yo no les votaba. Me dio las gracias y colgó. Los Comunes tienen cierta tendencia a apropiarse del voto de gente célebre y muerta, y considerarían que mi simpatía electoral estaba asegurada por cuestiones genéticas. Soy una oveja descarriada y la traición me la pagaron con pequeñas dosis de crueldad: de los muchos mensajes de pésame que recibí por la muerte de mi hijo, ninguno provenía del círculo de la alcaldesa. El abuelo del niño, tan reivindicado mitin tras mitin por Yolanda Díaz, tertulia tras tertulia por Ada Colau, se lo habría agradecido desde el cielo de los camaradas.

El paso de los Comunes por el ayuntamiento ha dejado a la ciudad desorientada. Utilizaron praxis muy sucias para lograr la poltrona del consistorio y gobernaron tachando a quienes no pensaban como ellos de insolidarios y retrógrados. Es una lástima que Collboni no tenga autoridad suficiente para enderezar la situación y bajarles los humos, como fue el deseo de la mayoría de votantes contrarios a la continuidad de los Colauers.

Tengo unos cuantos amigos que votan Comuns. Unos lo hacen por militancia de mandada, otros por un catalanismo equidistante y, el resto, porque votar a Ciudadanos les daba cierta vergüenza. Con el tiempo se verá que, para los constitucionalistas ortodoxos, los Comunes fueron mucho más útiles que formaciones neofalangistas como la de Arrimadas.

Ateniéndosenos a las prescripciones de la nueva política, Colau tendría que haberse ido cuando perdió las elecciones. Pero ya se sabe: la nueva política ha envejecido a la velocidad de un mensaje en Tiktok.