Cuántas veces pensé: hoy lo dejo. Y como una fuerza incontrolable, mi cerebro manipulaba mi firme decisión y volvía a casa con una botella de vodka en las manos, dividido entre la mala conciencia y la servidumbre a una necesidad incontrolada.
El próximo 20 de octubre hará seis años que entré en un centro de adicciones y hará seis que en mi cuerpo ya no entra ni una gota de alcohol. Si soy feliz, no lo sé. Lo que sé, seguro, es que ya no soy tan infeliz, capaz, como soy, de controlar mis decisiones sin tener que recurrir a ningún estupefaciente, a pesar de haber vivido la peor experiencia que puede vivir una persona: la muerte de un hijo.
Con mis compañeros de ingreso, creamos una familia de perpetua fidelidad. Durante las terapias de grupo, el Blau, nos conocimos desnudos de mente y de palabra, y todo eso nos unió en la lucha contra el animal que nos estaba consumiendo. Quizás le doy un cariz demasiado épico a la situación, pero a nosotros nos parecía que estábamos en una batalla dura y desigual: el bien contra el mal, la vida contra la muerte. Cabe decir, sin embargo, que los que no fueron capaces de desenmascararse del todo durante las terapias, tampoco fueron capaces de enfrentarse a la vida mejor armados una vez —ya fuera del centro— que tuvieron que volver a entrar en la rueda del hámster cotidiano. Recuerdo, nítidamente, a un compañero de terapia que se escapó del centro y lo encontraron muerto tres semanas más tarde. Y puedo asegurar que era una persona magnífica, demasiado pura para aceptar las impurezas de la vida. Quizás por eso perdió la batalla.
Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver, dice Andrew Morton, el personaje interpretado por Humphrey Bogart en Knock on any door. Una frase que hizo fortuna y que se le atribuyó erróneamente a James Dean, porque cumplió a medias con el postulado: vivió rápido, murió joven, pero dejó un cadáver irreconocible entre la chatarra de su Porsche 550 Spyder. Hacía nueve días que había comprado Lil’ bastard, así bautizó su brand new car. Sin la heroica cinematográfica, es una frase de mierda.
La muerte de mi hijo me hizo perder el miedo a la muerte, pero soy más consciente del valor de la vida. No es una contradicción. El adicto le da un valor cero a su propia existencia y a la de la gente que lo rodea, los llamados coadictos, víctimas y bomberos del mundo en el que están inmersos en contra de su voluntad. No todos los adictos son iguales. A mí me dio por convertir mi casa en un fortín y hundirme en una soledad que se envenenaba con cada trago de alcohol: "nadie me quiere, el mundo está en mi contra, odio a la gente, odio, odio, odio". Otros adictos necesitan desbordar su descontrol en sociedad y crear el caos multitudinario.
Mi madre cree que yo caí en la adicción por las circunstancias de la vida y es que es más fácil encontrar culpables que aceptar las debilidades de tus seres próximos. Yo, en cambio, creo que nací adicto, con una deficiencia en el hipotálamo que me predispuso al desfase una vez que empecé a ser consciente de mi incapacidad para gestionar las emociones. Son dos visiones de una misma realidad, un puto alcohólico, y es comprensible: a las madres les cuesta ver las imperfecciones de sus hijos.
Si soy feliz, no lo sé. Lo que sé es que ya no soy tan infeliz, capaz, como soy, de controlar mis decisiones sin tener que recurrir a ningún estupefaciente
Reconozco que soy una persona privilegiada. Yo me pude pagar el ingreso a un centro de adicciones, mientras otros enfermos tienen que tratar de superar su dependencia acudiendo diariamente a Alcohólicos anónimos. Y recuerdo aquellos cuatro meses de ingreso como uno de los periodos más felices de mi vida. Entré muerto y salí vivo y sin la constante palabra odio en mi discurso mental. Eso no significa rendición, sino aceptación de mis debilidades, aunque sigo siendo visceral hacia la gente que hace daño a las personas que quiero. Y un pequeño inciso: me prohibieron escribir a lo largo de un año y volver a mi casa en dieciocho meses, y lo acepté sin protestar, convencido de que todo formaba parte del proceso de rehabilitación.
Seis años más tarde, algunos de mis compañeros más preciados del grupo Blau han recaído y unos cuantos han tenido que afrontar la resaca —la imagen del mar en recesión define muy bien lo que es una recaída— sin poder pagar la confortabilidad de un centro como Hipòcrates y la maestría de una terapeuta como Dolors, una de las mujeres de mi vida. Y si algo ha cambiado a lo largo de estos años, está en la predisposición de la sociedad a aceptar que las adicciones son un mal que combatir y que no sirve de nada esconder una pandemia tan extendida bajo la alfombra de la vergüenza colectiva. Se calcula que solo el 8% de la gente enganchada está o ha estado en proceso de rehabilitación.
Dos libros, Confessions d’un sommelier, de David Seijas, y Enganxat, de Raül Balam, libro escrito por Carme Gasull, se adentran en la problemática de la adicción y son un buen testimonio de la condición del homus addictus. Conozco a ambos autores y los libros son un vivo retrato de su personalidad. David explica su condición desde la pureza, Raül, desde un espíritu aleccionador. Son dos maneras de entender la vida.
Cuando estaba ingresado y me había sometido a todas las leyes del centro, llegué a pensar que la vida planetaria se había parado, como mi existencia, pero es una falacia: el mundo sigue girando sin tener en cuenta nuestras circunstancias. Es una sensación parecida a cuando se nos muere un ser amado. Crees que la noche será perpetua, como tu dolor inmerso en la oscuridad, pero al alba, sale el sol y la vida continúa.