Sentados en la mesa para celebrar la comida de Reyes, todo el mundo comenta las ganas de que acaben las fiestas de Navidad. Un deseo que también manifiestan los amigos y conocidos que te reencuentras por la calle o en una cafetería de estas tan poco glamurosas que crecen como setas venenosas por toda la geografía catalana. Y es que este invento de las fiestas navideñas es tan estresante por la obligación de ser feliz y con tantas fechas señaladas en el calendario, que se hace difícil empezar el año sin una sensación de pesadez en el estómago y de vacío emocional que, junto con las cuentas corrientes en números rojos, hacen cierto eso de la cuesta de enero.
A pesar del cansancio por unas fiestas pasadas de anabolizantes emocionales y calóricos, tengo que reconocer que el roscón de Reyes es uno de mis dulces favoritos, junto con la coca de San Juan, y que la espero con el mismo prurito que un niño espera la llegada de los Reyes Magos. Son las pequeñas grandes cosas de unas fiestas que se viven mejor con los ojos de un niño, los "locos bajitos", como cantaba Serrat, capaces de ver cosas que los adultos ya no vemos.
Horas antes de la llegada de sus Majestades de Oriente, hablaba con un amigo e intentábamos recordar qué día y en qué circunstancias descubrimos que Melchor, Gaspar y Baltasar vivían en casa y no supimos averiguarlo. En mi caso, creo que fue progresivo y que lo tuve claro ya con siete u ocho años, aunque no lo hice público por miedo a que los no Reyes decidieran —una vez descubierto el misterio— no traerme más regalos. Lo que sí recuerdo es que una noche me desperté y salí de la habitación con la intención de dirigirme a la sala de estar donde permanecían los regalos para mis tres primos y para mí. Y resulta que a mi prima le habían dejado un Capitán Trueno que me gustaba más que el mío, y se lo intercambié furtivamente. Todavía lo guardo.
Las mejores fiestas de mi vida, aquellas que recuerdo con nostalgia, son las que surgieron espontáneamente, y las de Navidad son demasiado deseadas e indeseables al mismo tiempo como para que no acabes con una resaca emocional difícil de superar por no haber superado el grado de felicidad e infelicidad que te imaginaste. Y a pesar de los "peros", si no existiera la Navidad, tendríamos que inventarla.
Este es el juego de las Navidades, que todo siga igual aunque sea mentira, y que nosotros pasemos, pasemos, convertidos en viejas fotografías de imágenes vaporosas
Las fiestas navideñas son demasiado previsibles y no solo por el cuñadismo —componente fundamental para alargar las sobremesas y poder digerir los turrones—, sino porque todo está inscrito en una tradición que ha hecho de la cursilería el grado súmmum del amor fraterno. De no ser así, el rey de España no se atrevería a regalarnos un discurso de cuñadismo real a la altura del personaje más cuñado de una película del fascista de Frank Capra, y las televisiones no nos regalarían las protuberancias de una fiesta de las campanadas en la que los hombres presentadores parecen borrachos de casino que lo han perdido todo y las presentadoras, princesas por un día que compiten en una gala de vestidos que hacen las delicias de los traumatólogos. Como siempre, la que quiso llevarse el premio fue Cristina Pedroche, con un vestido hecho con su leche materna, un toque lacrimógeno que no le sirvió para ganar el concurso del share televisivo. Yo, que estaba en las Azores, no la vi en directo, pero sí que pude investigar por Google las tribulaciones de una presentadora que confundió las campanadas con el desfile del carnaval de Santa Coloma de Gramenet. Se ve que la leche estaba agria.
Mis hijos fueron unos niños privilegiados y tuvieron unos Reyes generosos, y de no haber sido por ellos, habría huido del 24 de diciembre al 7 de enero para no tener que sentirme culpable de no ser feliz como estaba escrito en el guion. Una vez que fui padre, la hoja de ruta cambió. Y si tengo un recuerdo que conservo, como el caganer que coloco año tras año en un lugar estratégico del pesebre para enseñar el culo a las autoridades eclesiásticas y reales, es el de mi hijo pequeño y cómo, después de tres años de hospitalizaciones, aprendió la magia de la fábula: la del oro, la mirra y el incienso, la del vaso de leche y las galletas para que Sus Majestades cogieran fuerzas para proseguir su viaje nocturno, y la del despertar deprisa y corriendo para ver si le habían dejado algún regalo. Mi hijo mayor tiene 24 años y le toca a él coger el testigo de padre ceremonioso, y mi hijo pequeño murió cuando ya era más admirador de Baltasar que de Melchor, pero este es el juego de las Navidades, que todo siga igual aunque sea mentira, y que nosotros pasemos, pasemos, convertidos en viejas fotografías de imágenes vaporosas.
Acabado este teatro del absurdo, nos esperan cosas menos mundanas. Una, también absurda, será la inscripción a unos gimnasios para disminuir la mala conciencia calórica y a los que no iremos; la otra, más complicada, será la de intentar engrosar las cuentas corrientes enflaquecidas. Y una pregunta repetida es qué haremos con los turrones que han sobrado. Mi abuelo Evaristo, un hombre que las había pasado muy canutas en la posguerra, con un consejo de guerra y cinco años de cárcel en Burgos, y una libertad condicionada por un salario de descargador del muelle, los solía guardar para el año siguiente bien envueltos con papel de periódico, pero por la magia del tiempo, la textura del turrón de yema mutaba en la de un turrón de Alicante, que solía acabar, por la magia potagia de mi abuela, en la basura. Adiós y hasta el año que viene.