La semana pasada, traté las relaciones internas de poder en las infraestructuras ferroviarias en manos de Adif y de Renfe. El eterno problema de Rodalies —que viene de lejos y durará al menos diez años— está generando una cierta rebelión de usuarios al estilo de 2007, cuando 200.000 personas participaron en una manifestación bajo el lema "Somos una nación y decimos basta. Tenemos el derecho a decidir sobre nuestras infraestructuras". Casi veinte años después estamos en el mismo sitio. Veremos si la nueva hornada de movilizaciones surge algún efecto, pero me temo que no. Si hasta los sindicatos de Renfe y Adif se rebelan contra las órdenes de su amo (el Gobierno) de traspasar Rodalies, imagínense el efecto que pueden tener las quejas y las manifestaciones. Toda una muestra de las limitaciones del poder político sobre una estructura de Estado, la ferroviaria, que no se deja tocar.

Hay otra infraestructura que ilustra dónde reside el poder: el aeropuerto de El Prat. Todo el mundo sabe que existe la polémica intención de alargar una pista sobre el espacio protegido de La Ricarda, un tema que ha generado múltiples propuestas alternativas por parte de agentes económicos. Curiosamente, El Prat, en 2010, fue objeto de reivindicación de su gestión por parte del mundo empresarial catalán, con un resultado igual a cero. El aeropuerto de El Prat forma parte de las estructuras de Estado que no se tocan, como el ferrocarril. Lo máximo que se consigue es una especie de comprensión del tipo "Vaya, vaya, desde luego."

Sin embargo, a diferencia de los trenes, ámbito en el que lo máximo que se ha logrado es establecer horarios y fijar servicios mínimos, con la ampliación de El Prat parecía que la Generalitat podría dar más su opinión, en particular defendiendo cuestiones medioambientales amparadas por la UE. Pero las cosas parece que están cambiando.

La propuesta de pista de Aena de alargar la pista corta no tiene sentido, no para proteger los patos de La Ricarda —que quizás también—, sino porque pista larga ya hay una, que permitiría aumentar la capacidad para aeronaves de largo recorrido. Lo han dicho por activa y por pasiva expertos aeronáuticos: cambiar la gestión de las pistas actuales, tal y como se puede consultar fácilmente siguiendo la hemeroteca de los últimos años. Pero realizar este cambio de gestión avivaría, por el tema del ruido, la polémica con los vecinos de Gavà Mar y de Castelldefels.

Seamos claros, a Aena le interesa el volumen y este vendría del turismo procedente de mercados lejanos, actualmente pequeños emisores

Actualmente, Aena está volviendo a activar la famosa ampliación con una cancioncilla repetitiva, aprovechando la coyuntura política y escondiendo el auténtico interés en la ampliación. La coyuntura política es óptima para sacar adelante los intereses de Aena: la propiedad de la empresa (51% en manos del Estado) está en manos del mismo partido que gobierna la Generalitat, que a su vez es el mismo que gobierna el Ayuntamiento de Barcelona. Por lo tanto, en gestión política del proyecto, todo va a favor de los intereses de Aena, una empresa que dirige un catalán (Maurici Lucena), que ha empezado a recibir palmaditas en la espalda por parte del ayuntamiento barcelonés y movimientos por parte del Ministerio de Cultura, que ha comprado la emblemática Casa Gomis, dentro del paraje del Estany de la Ricarda.

Ahora bien, lo que no ha cambiado es el relato que hace Aena de la necesidad de ampliar —un relato que muchos compran—, con la cancioncilla de que así se podrá captar talento internacional e inversión extranjera que viene de lejos. Con todos los respetos, el argumento no es muy válido. Aena no ganará dinero con un colectivo de ejecutivos, inversores, sabios y emprendedores. De estos, el país ya recibe muchos, pero suponen una fracción mínima de los viajeros que pasan por el aeropuerto de El Prat. Si El Prat fuera claramente insuficiente para captar este tipo de viajeros, ¿cómo se explicaría el gran volumen de inversión extranjera que registra Catalunya y el éxito de afluencia de visitantes en acontecimientos internacionales (entre ellos el reciente Mobile World Congress), ferias comerciales, congresos científicos, captación creciente de empresas emergentes y de nómadas digitales?

Seamos claros, a Aena le interesa el volumen y este vendría del turismo procedente de mercados lejanos, actualmente pequeños emisores. De los 20 millones de turistas que recibió Catalunya en 2024, hubo 255.000 de Corea del Sur, 265.000 de Japón y 367.000 de China, que suponen entre el 1 y el 2% del total de visitantes. El potencial solo de China para emitir turistas ya asusta: 1.400 millones de habitantes, con 160 millones de salidas a otros países y la previsión de que en 2030 más de 40 millones de nuevas familias tendrán capacidad para permitirse un viaje internacional. Ahora piensen en la India (1.400 millones de habitantes más). En total, en el Sureste asiático viven 4.000 millones de personas; en América, sin Estados Unidos y Canadá, más de 600 millones. Por pocos que sean los que puedan viajar directamente a Barcelona para hacer turismo (más si es con low cost), estamos ante un posible tsunami turístico muy atractivo, sobre todo para los inversores privados de Aena (49% del capital).

Con perspectiva del interés público, uno se pregunta, ¿dónde meteremos a los probables millones de nuevos visitantes? ¿Quién trabajará en este sector, que está claramente sobredimensionado? ¿Dónde irán a vivir los residentes de Barcelona (una ciudad en la que, más allá del turismo, el 25% de su población ya es extranjera)?

Más que preocupar quién manda en El Prat —que ya queda claro quién es—, debemos preguntarnos "quién no manda cuando debería hacerlo". Estamos hablando de interés público, y eso no se puede saltar utilizando relatos inverosímiles, sino con rigor analítico de costes y beneficios y con perspectiva de lo que debería ser bueno para la economía catalana, no para los beneficios de una empresa.