Para que luego no digan que no lo advirtió nadie. El naufragio de la democracia en España comenzó un tiempo atrás. Cuando menos desde el 20 de septiembre de 2017, cuando la Guardia Civil entró en varias sedes de la Generalitat y el estado se dio cuenta de que el proceso secesionista podía ser imparable si conseguía sostener el apoyo popular. Ahora estamos con el agua hasta el cuello. El establishment español, lo que incluye la izquierda hoy al frente del gobierno, se ha visto obligado a aplicar la represión a todo gas para descabezar el intento más serio de Catalunya de separarse de España. Le urgió aplicar un estado de excepción encubierto con detenciones arbitrarias, provocando el exilio de una parte del Govern, suspendiendo la autonomía con la aplicación del 155, invitando a las empresas a marcharse de Catalunya, aumentando la discriminación fiscal y con la celebración de un juicio farsa de proporciones descomunales, digan lo que digan los abogados defensores más blandos. Un juicio que empieza con informes falsos y con una predisposición ambiental para la condena jamás será un juicio justo. El linchamiento de los reos fue previo a la celebración del juicio. Solo en las dictaduras se actúa así. Ustedes dirán que exagero, porque España no es exactamente una dictadura, pero en cuanto al independentismo catalán se ha comportado como si lo fuera.
Hasta ahora solo los regímenes comunistas aplicaban medidas de reeducación. La fiscalía española acaba de solicitar la reeducación de Jordi Sánchez
La rápida propagación de la pandemia ha favorecido la expansión del autoritarismo y, con la ayuda del “gobierno progresista”, ha logrado infectar la política española de un modo que no se veía desde la represión del independentismo por parte de la derecha. Con la aplicación del estado de alarma —con el protagonismo exagerado de los militares y de la policía en las ruedas de prensa— culmina un proceso de degradación democrática que se pagará caro. Que el autoritarismo siga igual a pesar del cambio de protagonistas —digo, del traspaso de poderes entre el PP y el PSOE de otoño de 2017 a la primavera de 2020—, es el peor augurio sobre el futuro que nos espera. La izquierda española, como se vio ayer por enésima vez en el Congreso, sostiene que el estado de alarma es la única solución para acabar con la pandemia. El ejemplo de Alemania demuestra lo contrario. La coalición de centroizquierda alemana gobierna con lo que sería el equivalente a la ley de emergencias sanitarias española, y, además, lo hace respetando el reparto habitual de competencias federales —es decir: el estado coordina e impulsa un marco general para acordar medidas, pero las decisiones las toma cada land, con una respuesta territorializada—. Me alegro de que finalmente ERC haya comprendido que votar a favor de la continuidad del estado de alarma era como votar la ley de partidos o la ley mordaza, gérmenes del autoritarismo actual.
Durante estos días de confinamiento, y aprovechando que debía debatir, vía telemática, con mis alumnos de Historia contemporánea y cine sobre La confesión, la extraordinaria película que Costa-Gavras rodó en 1970, releí el libro de Artur London en el que se basó Jorge Semprún para escribir el guion. Es un libro durísimo, que más que narrar descarnadamente la tortura, se centra en el fenómeno de la autoinculpación, el método estalinista de destrucción personal aplicado desde el 1937. A Stalin no la parecía suficiente aplicar la represión, buscaba humillar y aniquilar al adversario. Como antiguo seminarista, reclamaba la confesión de los pecados pero sin perdonarlos. La mutación del régimen del 78 hacia el autoritarismo tomó como excusa al independentismo y aplicó un método similar. Siempre existe una cobertura legal para hacerlo. Cualquier cosa se rige según la ley, pero la ley no asegura el estado de derecho, como era obvio en la Checoslovaquia de 1952 que detuvo, juzgó y condenó a London amparándose en la autoinculpación. Hasta ahora solo los regímenes comunistas aplicaban medidas de reeducación. La fiscalía española acaba de solicitar la reeducación de Jordi Sánchez. En la exposición de motivos para tratar de impedir que Sánchez salga de prisión con el artículo 100.2, la fiscalía habla, también, de intimidar a la sociedad con fines disuasorios. Pronto va a pedir la autoinculpación de los independentistas, que es la “mutación” política —y íntima— que persiguen todos los represores. La maldad no ha sido todavía vencida —según auguraba Jordi Solé Tura en el prólogo del libro de London— y por eso la única alarma que deberíamos considerar es la que nos permita cortar por lo sano con todos los “peligros de involución, de discriminación y de violencia”.