Folclorizar es un verbo inventado que no recoge el diccionario pero que, pensándolo bien, define con precisión a la cultura española. Podría ser sinónimo de banalizar, o sea que una cosa o un hecho sean banales, sin interés, mediocres, vulgares, una bagatela trivial. En Campo de Criptana, una población manchega donde se conservan unos molinos de viento en un cerro, parece que están avezados a ello. Allí nació María Antonia Abad, más conocida por el nombre artístico de Sara, Sarita, Montiel. Si la familia de la Montiel no se hubiera trasladado a Orihuela después de la Guerra Civil, habría podido cantar en la procesión de Semana Santa de su pueblo la saeta que según dicen impresionó a los cazatalentos de aquel tiempo. La famosa actriz española se fue a México y allí volvieron a “descubrirla” los productores de Hollywood. Retornó a España al cabo de dos años para triunfar con El último cuplé (1958). La fama de Sara Montiel es indisociable de esta película, dirigida por Juan de Orduña, porque en ella cantó la célebre canción Fumando espero. Montiel habría podido regresar a los EE.UU., pero no lo hizo porque consiguió ser la actriz mejor pagada del mundo (un millón de dólares).
Montiel cobraba bien pero sus melodramas cada vez eran más infames y de menos éxito. Sarita Montiel se había convertido en el primer mito erótico cinematográfico del franquismo, del blanco y negro español que iba precedido por el NO-DO, el noticiero que más hizo por la folclorización de la vida cotidiana y, sobre todo, para modelar una mentalidad entre chabacana e histriónica de mucha gente. Los estándares culturales que difundió el franquismo no murieron con Franco. El imaginario social y cultural impuesto por el franquismo ha perdurado hasta hoy, por encima de los intentos de adquirir la respetabilidad y la homologación internacionales. Las obsesiones, los tópicos, el nervio hispano que convirtió a Sara Montiel en un icono del kitsch español, rebrotan con la fertilidad de las malas hierbas. No sé si en Campo de Criptana veneran poco o mucho a Sara Montiel, pero esta semana ha quedado demostrado que el antisemitismo está muy vivo allí, incluso más que cuando el franquismo acusaba a los cineastas de la Escuela de Barcelona, los que dieron lustre a la Montiel, de estar alineados con la conspiración judeo-masónica que quería destruir los tétricos “25 años de paz”.
El pasado siempre se recuerda en presente, pero lo que resulta inadmisible es revivir el Holocausto como si en el presente el trauma fuera tan solo una molestia
La comparsa de la Asociación Cultural El Chaparral de Las Mesas (Cuenca) es una folclorización de la historia, típica de la mentalidad que encumbró a Sarita Montiel a los altares de una feminidad diseñada con ojos del macho. No es la primera vez que una comparsa de la España profunda se dedica a banalizar episodios de la historia o de la política con justificaciones intolerables. Cuando estas comparsas se han dedicado a mofarse de los catalanes, las protestas han sido silenciadas al grito de que esto es la fiesta, con la indiferencia de casi todo el mundo. Pero esta vez han tocado hueso. La embajada israelí en Madrid calificó de “repugnante” que la comparsa carnavalesca manchega osara parodiar a los seis millones de judíos asesinatos por los nazis al compás de música de reggaetón. Los protagonistas se defienden diciendo que querían hacer “pedagogía”, pero solo hay que observar las fotografías para darse cuenta de la intencionalidad antisemita de todo el espectáculo. La bandera israelí, que se inspiraba en el talit que se usa para rezar, no se adoptó hasta 1948, cuando todo lo que se quería explicar con esta charada ya había pasado. En definitiva, un despropósito.
El filólogo germanista Andreas Huyssen, probablemente uno de los mejores analistas sobre la memoria y el uso público de la historia, ha planteado las razones por las cuales hacia la década de los ochenta la sociedad posmoderna cambió la preocupación “moderna” por el futuro, para abrazar un tipo de “pretérito presente” que inunda museos, exposiciones, revistas e incluso la moda. Los hipsters son la expresión de esta pasión por el nuevo retro, por el palimpsesto que reutiliza el pasado para satisfacer el gusto de una tribu urbana afanosa de reescribir lo que fue en otro tiempo. Todo el mundo está preocupado por la memoria, pero la cuestión no es, como dice Huyssen, “olvidar o recordar, sino más bien cómo recordar y cómo orquestar las representaciones del pasado recordado”. El error de los organizadores del desfile del Campo de Criptana es haber banalizado el pasado como si se tratara de recortase la barba para parecerse a Engels o rodar una película de señoritas atrevidas pensándose que se está a favor del feminismo. Banalizar el trauma es caer en la superficialidad, en la insustancialidad. El pasado siempre se recuerda en presente, pero lo que resulta inadmisible es revivir el Holocausto como si en el presente el trauma fuera tan solo una molestia. Para evitarlo es necesario, en primer lugar, tener muy asumido el sentido de alteridad. O sea que las identidades son distintas y se merecen un respeto. El españolismo chabacano, el del franquismo, sigue vivo, en la espera del humo de Sarita Montiel.