El reloj ya está en marcha. A partir de la constitución del Parlament, empezó la cuenta atrás para poner fecha a la celebración del debate de investidura de quien tendrá que ser el president de la Generalitat durante los próximos cuatro años. El Estado trabaja sin descanso para impedir que la investidura responda a los deseos expresados por la población el 21-D. Ciudadanos fue el partido más votado, pero en un régimen parlamentario como el nuestro, lo que importa es que un partido o una coalición consiga los 68 diputados y diputadas que dan la mayoría absoluta para investir a quien sea en primera vuelta. Inés Arrimadas no puede plantearse esta posibilidad porque el bloque unionista solo reúne 57 escaños. Ni sumando los 8 escaños de los comuns lo conseguiría. Pero es que Arrimadas tampoco podría ser presidenta en la segunda vuelta, cuando ya solo es necesaria la mayoría relativa para ser investido. Y eso a pesar de que el Estado y los unionistas se lo ponen fácil, porque de los 70 diputados independentistas elegidos el 21-D, de momento solo están habilitados para votar 65. Veremos qué decide la Mesa del Parlament sobre los cinco diputados y diputadas que están en Bruselas y que han pedido poder delegar su voto por causas de fuerza mayor.
Existe una conjura para impedir la (re)investidura de Carles Puigdemont como president de la Generalitat
El Estado convocó las elecciones del 21-D, forzado por la UE, con la esperanza de que sería capaz de derrotar al independentismo en las urnas. No lo consiguió porque, a pesar de la dispersión del voto, el independentismo es más sólido y compacto que el unionismo. El bloque del 155 necesita de los comuns para contener al independentismo, pero los comuns huyen de esta foto incluso físicamente. A cambio de poder recuperar los asientos que siempre habían ocupado los comunistas y sus herederos en la Cámara, no pusieron ningún problema para que el republicano Roger Torrent se convirtiera en presidente del Parlament. Primero querían retener a Joan Josep Nuet en la Mesa, como en la legislatura anterior, pero al final se conformaron con el cambio de ubicación. A los equidistantes, como a muchos catalanes, les pierde la estética. Dicen una cosa y hacen otra y se meten en un lío descomunal. Ahora defienden, siguiendo la doctrina del tripartito del 155, que Carles Puigdemont no puede optar a la (re)investidura porque lo prohíbe el reglamento. Cuando las actitudes revolucionarias son previsibles, es que el espíritu de revuelta se ha esfumado. Catalunya en Comú es hoy un partido más del sistema.
La fecha límite para celebrar el debate de investidura es el 31 de enero. Cuando empiece el debate y el presidente del Parlament reclame la presencia del candidato, si este no aparece o se impide que otro diputado o diputada lea el discurso, aun así el tiempo para repetir las elecciones habrá empezado a correr. Habrían frenado la investidura, pero el horizonte de unas nuevas elecciones estaría más cerca. JuntsXCat no tiene un plan B alternativo al que viene defendiendo desde el día que se constituyó esa candidatura. La idea de restitución de la legitimidad rasgada por el 155 es básica. Hay quien asegura que la constitución del nuevo Parlament ya fue un acto de restitución. No es verdad. Solo fue la constitución del nuevo Parlament, que es diferente a la composición del anterior precisamente porque la disolución del Parlament por la vía del 155 perseguía modificar la mayoría independentista que se consiguió el 27-S de 2015. La fidelidad de los electores independentistas —incluso con una participación, finalmente, del 79%—, que dieron la mayoría absoluta al bloque integrado por JuntsXCat, ERC y la CUP, puede que haya provocado que alguien se creyera la mentira de que bastaba con la apertura del nuevo Parlament para aparentar la restitución de la democracia.
El electorado independentista tiene una capacidad de resiliencia extraordinaria. Pero castiga a quien dificulta el camino hacia la independencia
Es evidente que la proclamación de la República el 27-O fue un acto fallido. No cabe engañarse. El Estado aprovechó aquella debilidad para intentar acabar con el independentismo y, también, para provocar el miedo entre los defensores de la independencia. En un Estado de derecho de verdad, los ciudadanos no tienen miedo a expresar sus ideas políticas. En los Estados autoritarios, la justicia a menudo se convierte en la correa de transmisión del poder político para perseguir y atemorizar a los opositores. Lo vemos cada día en todo el mundo. Y lo vemos en España, aunque muchos de los que se quejan por lo que pasa en Palestina o en Turquía o en Venezuela aquí callen como si no estuviera pasando nada. ¿Por qué está en la cárcel el conseller Joaquim Forn? Pues precisamente porque era el conseller responsable de los Mossos d'Esquadra que el Estado consideró que lo ridiculizó el 17-A, a raíz del atentado terrorista. ¿Por qué están en prisión Junqueras y los dos Jordi? Me parece que también es evidente. El vicepresidente Junqueras es el jefe de uno de los partidos independentistas y Sànchez y Cuixart son los líderes del movimiento civil soberanista. La única piedra en el zapato que tienen que aguantar el Estado y el unionismo es Carles Puigdemont, puesto que, a pesar del exilio, puede expresarse libremente e intervenir en la política catalana a distancia, precisamente. Los que aseguran que es imposible gobernar desde Bruselas constatan cada día que Puigdemont es un actor político de primer orden en España gracias al hecho de que vive en el extranjero y se ha salvado de la cárcel. A Junqueras, en cambio, lamentablemente el Estado ha conseguido neutralizarlo. El Estado estaría muy contento si pudiera detener a Puigdemont y silenciarlo como ha hecho con el líder republicano. Por eso la Fiscalía emite comunicados constantemente, sea para negar el principio de inmunidad e inviolabilidad de un parlamentario, contradiciendo lo que el actual fiscal general, Julián Sánchez Melgar, defendía en su tesis doctoral, publicada el 2012 (en la Librería Marcial Pons disponen de ejemplares a 36€), o bien para reclamar al juez que active la euroorden de detención si Puigdemont se desplaza fuera de Bélgica.
Parece que existe una conjura para impedir la (re)investidura de Carles Puigdemont como president de la Generalitat. La más evidente es la maquinación del Estado para eliminarlo como actor político. En otro tiempo, en aquel tiempo en que el presidente de los EE.UU., Dwight D. Eisenhower, se permitía el lujo de ordenar el asesinato de Patrice Lumumba, vaya usted a saber qué habría pasado con Puigdemont. Pero no hace falta que nos remontemos a tantos años atrás. El tiempo en que los mercenarios del Estado utilizaban cal viva para deshacerse de alguien es de la época de Felipe González. La inmoralidad no conoce ideología, solo separa a los demócratas de los que no lo son. Quien quiera seguirle el juego al Estado en su intento de impedir que se vote la restitución del president legítimo que lo haga. Lo pagará en las urnas. Porque esa es la cuestión. Si al final ningún candidato o candidata obtiene la mayoría necesaria después de dos votaciones (la de mayoría absoluta y la de simple, que se celebraría 48 horas después), empezará un plazo de dos meses para investir a otra persona. Y si entonces tampoco se inviste a nadie, las nuevas elecciones tendrían que celebrarse a principios de abril. Y entretanto, la intervención del autogobierno seguiría. Como ha quedado demostrado, el electorado independentista tiene una capacidad de resiliencia extraordinaria. Pero castiga a quien dificulta el camino hacia la independencia. Castiga a los extremistas y a quienes dan marcha atrás por miedo o por intereses inconfesables. Quien quiera entrar en una etapa de “normalidad” solo tiene la opción de apoyar a Carles Puigdemont. Es lo que ha votado el pueblo.