Son muchas las frases célebres atribuidas a Winston Churchill. El premier británico fue un hombre ocurrente que atesoró un gran instinto político. Se soltaba el pelo en cada frase, sin reparar en lo hirientes que podían llegar a ser. En una ocasión lanzó un dardo envenenado contra un joven diputado liberal que se unía al Partido Laborista: “Es la primera vez en mi vida que veo una rata nadando hacia un barco que se hunde”. Una acusación de transfuguismo, como diríamos hoy en día, que dicha así, de entrada no concuerda con una de las reflexiones más agudas de Churchill sobre las fidelidades partidistas: “Algunos hombres cambian de partido por el bien de sus principios; otros cambian de principios por el bien de sus partidos”.
Churchill estaba refiriéndose a sí mismo, claro está, pues él cambio de partido dos veces para mantener sus principios. En 1904 las cuestiones de la reforma social y del libre comercio —a las que se oponían los tories— llevarían a Churchill a abandonar el Partido Conservador para unirse al Liberal. Tres años después, cuando el Partido Liberal se unió a los laboristas para derrotar a los conservadores y hacer del líder laborista Ramsay MacDonald el nuevo primer ministro, Churchill se reincorporó a los tories. Se opuso a los laboristas con tesón, con la misma firmeza que después se opuso a los comunistas y al nazismo.
No se trata de justificar ni a Churchill ni a nadie por su ideología. Solo la extrema izquierda compite con las otras izquierdas para determinar cuál de ellas es más pura. Lo que me parece significativo de la frase de Churchill es, precisamente, que la fuerza de las convicciones personales debería poder con la fidelidad irracional a un partido. Es en los momentos de crisis que un sistema de partidos que antes parecía muy estable puede derrumbarse. Si ustedes leen el libro de Joan. B. Culla, El tsunami (Proa, 2017), podrán reflexionar sobre cómo y por qué el sistema catalán de partidos empezó a caer en barrena en los primeros años del siglo XXI para quedar prácticamente echo trizas en la actualidad.
Los partidos son instrumentos que deberían transformarse cuando las circunstancias cambian
No les descubro nada si les digo que el bipartidismo imperfecto que regían CiU y PSC y que presidió los veintitrés años de pujolismo después de la autodestrucción de los comunistas, que en 1980 contaban con 25 diputados en el Parlamento, se vino abajo cuando en 2016 solo tres de los seis partidos —y cinco grupos parlamentarios— que habían dominado la escena catalana tenían representación en el Parlamento catalán. Además, el liderazgo fuerte de Pujol entre los nacionalistas —que Mas no pudo superar— es hoy una ruina y los socialistas, cuyos líderes jamás llegaron a la categoría de Pujol, en estos momentos están dirigidos por antiguos capitanes de perfil muy bajo, con Miquel Iceta como fontanero mayor. El espacio electoral socialista ha ido menguado con el tiempo y con la irrupción de Ciudadanos, cuya evolución desde el centroizquierda hasta la extrema derecha se explica por la extremosidad de su nacionalismo español, aunque ahora debe competir con Vox, un partido que está demostrando tener cierta capacidad de movilización.
Los partidos son instrumentos que a mi modo de ver deberían transformarse cuando las circunstancias cambian. Los que se resisten, a pesar de que nieguen estar en crisis, al final sufren los efectos del deterioro del sistema democrático, por los efectos de la corrupción, por la falta de identidad —esos principios que proclamaba Churchill—, o por el giro autoritario que va destruyendo un sistema de representación inherente al estado liberal. La metamorfosis del espectro político catalán no se debe, como reconoce el profesor Culla, al procés ni empieza en 2012, sino que sus causas son anteriores. De todos modos, es innegable que en 2018 el sistema de partidos en Catalunya sigue transformándose. La mayoría de los catalanes no milita en ningún partido, pero cuando aparece una alternativa que da protagonismo a la gente antes que a los apparatchik, el personal se apunta al carro con entusiasmo. Fíjense ustedes en lo que está pasando con la Crida Nacional per la República. El mismo Carles Puigdemont debería tomar buena nota de lo expuesto por Churchill si quiere que la iniciativa funcione.