“El viejo mundo no acaba de morir, y el nuevo mundo, no acaba de nacer”, escribió Antonio Gramsci para referirse a las tribulaciones sociales de la Europa de entreguerras del siglo pasado. Y Joan Vinyoli añadía, dirigiéndose a Blai Bonet y hablando del franquismo, que “más bien sucede que lo que es viejo todavía se ve capaz de exterminar lo que es nuevo, incipiente y germinal”. Es exactamente eso lo que está pasando en Catalunya. El régimen del 78, como ya expliqué en el artículo anterior, agoniza pero no se muere, porque la fuerza poderosa —y represiva del Estado— lo aguanta a porrazos y con todo tipo de arbitrariedades judiciales. El Estado es capaz de imponer su ley y la respuesta de los partidos independentistas, ¡por dios!, no es política, sino que se aferra a la sentimentalidad porque carece de una estrategia conjunta.
Cualquier persona que asistiera al acto que organizó ERC el día de Todos los Santos en Lledoners para homenajear a “sus” presos políticos, no creo que fuera capaz de diferenciar lo que se dijo allí de lo que el día siguiente se dijo en los actos unitarios organizados frente a las prisiones de Lledoners, el Puig de les Basses y Mas d’Enric. “Os queremos” —repitió no sé cuántas veces el presidente del Parlament como si estuviera ante una concentración evangelista. Y entretanto el público, que se supone que era el más proclive a ERC, se puso a gritar “unidad, unidad”. Una recriminación a voz en grito que se repitió cuando el vicepresident de la Generalitat y líder vicario de ERC, Pere Aragonès, subió al estrado. Al día siguiente, y frente a las puertas de la cárcel de Puig de les Basses, a Ernest Maragall casi no lo dejaron acabar de hablar porque los concentrados lo interrumpían con consignas en defensa de esa “unidad, unidad” que se les atraganta a unos políticos acostumbrados a actuar en la “normalidad” que divide la derecha de la izquierda.
Unidad de acción. Unidad política. Eso es el que reclama la gente, porque la unidad sentimental no es necesario reclamarla. Nos la imponen las togas monárquicas. El clamor por la libertad de los presos políticos es unánime por todas partes. El año pasado el Estado derrotó al independentismo pero no consiguió destrozar al independentismo cívico, que es mucho más generoso e inteligente que el independentismo político, sostenido por unos partidos caducos. Aunque el viento sople a favor de ERC, como pronostican las encuestas, o que Junqueras reciba el apoyo de los medios unionistas, como por ejemplo La Vanguardia y su escuadrón de articulistas, para intentar parar la determinación de Carles Puigdemont, todos los partidos sufren crisis internas más o menos visibles. ERC, también. No sé si Jordi Évole tiene razón cuando en su primer artículo en el periódico de los Godó escribe que conoce muchos independentistas que están hartos de que se invoque siempre el mandato democrático del 1-O: “Uno me dijo —asegura—: “El 1-O es como el 6-1 del Barça al Paris Saint-Germain: fue histórico, pero no nos dio la Champions y a la siguiente ronda nos eliminaron”. Le hubiéramos agradecido que descubriera el nombre del personaje. Yo, en cambio, de verdad que no conozco a este tipo de gente. Conozco, eso sí, a dirigentes independentistas críticos con la gestión de los hechos de octubre, pero no conozco a ninguno que haya renunciado a nada. La mayoría de los presos, por ejemplo.
Los viejos partidos del autonomismo no están preparados para dirigir un proceso de ruptura como el que se puso en marcha hace casi ya una década
Se van configurando dos formas de entender cómo resolver este conflicto, que de momento es irreversible. Y en lo que sí que tienen razón los críticos con los independentistas es que esta situación está dominada por unos partidos políticos contradictorios y sectarios, cuando no actúan condicionados por las deudas derivadas de la corrupción. Es verdad que algunos dirigentes de los partidos expresan en público opiniones dirigidas a regalar los oídos del personal —explotando el sentimentalismo y la indignación popular— y en privado afirman otras, casi siempre ligadas al número de concejales y alcaldes que quieren conservar. La incoherencia es notoria. Los viejos partidos del autonomismo no están preparados para dirigir un proceso de ruptura como el que se puso en marcha hace casi ya una década. El tacticismo lo domina todo. Al PCE y al PSUC les pasó algo parecido durante la transición. En los mítines se defendían una cosa y bajo mano pactaban la contraria con Suárez o con quien fuera. El precio que acabaron pagando fue su propia desaparición.
Salvo alguno de los invitados, si Jordi Évole hubiera asistido al acto de constitución de la Crida Nacional per la República en Manresa, no habría encontrado a ningún dirigente de este grupo que le hiciera confesiones en privado que no pudiera sostener en público. Es por eso que la Crida incomoda tanto. La han dado por muerta no sé cuántas veces, incluso antes de nacer. Les proporcionaré, sin embargo, un dato curioso, porque es una novedad total en cómo se comportan los grupos políticos y explica muchas cosas. En el acto de Manresa nadie llegó con un autocar fletado por los organizadores. Las 6.000 personas que acudieron al acto fundacional de la Crida llegaron por su propio pie, bajo una lluvia incesante, sin que nadie les pagara el “bocata”. Esta fuerza es telúrica, para nada postiza, nacida de la distancia cada vez más grande entre la clase política y la gente.
El movimiento republicano independentista se está carcomiendo por este partidismo inútil, que quizás permitirá que los partidos indepes sigan siendo independentistas y sitúen la independencia en un vaporoso más allá
La gente exige unidad para derrotar a los unionistas y conseguir la independencia y no para dirimir quién queda primero en la carrera electoral. Es por eso que el grito “unidad, unidad” triunfa entre las bases de los partidos, partidarias de las plataformas unitarias para ganar las alcaldías más importantes de este país o bien para que los independentistas se presenten juntos en Europa, y molesta a los cuadros que viven de la política. Es curioso que Joan Tardà propusiera en un tuit que los diputados y senadores abandonaran las Cortes españolas y que al cabo de diez minutos retirara el tuit para lanzar otro que ya no contemplaba esa propuesta. El primer tuit era coherente con lo que reclama el movimiento independentista, que es la ruptura con el Estado, mientras que el segundo ya había pasado la criba del partidismo y respondía a un cálculo electoralista. El movimiento republicano independentista se está carcomiendo por este partidismo inútil, que quizás permitirá —y ya se verá— que los partidos indepes sigan siendo independentistas y sitúen la independencia en un vaporoso más allá.
La unidad popular, en cambio, es lo que de momento mantiene vivo el mandato del 1-O y al movimiento republicano soberanista que quiere dejar de ser independentista porque en una Catalunya independiente ya no tendría sentido serlo. Eso incluso lo ha entendido el sector realmente independentista de la CUP, Poble Lliure. Habrá que tener la valentía de deshacerse de lo viejo para que lo nuevo arraigue. O quizás habrá que zarandear a los políticos para que dejen de especular. La gente piensa como Lluís Llach y comparte con él que “no se puede admitir otra cosa que no sea la unidad estratégica” entre los independentistas.