“Las calles serán siempre nuestras” es una de las consignas más conocidas del independentismo. Hace algo más de una década que las calles y las plazas de Catalunya están democráticamente ocupados por el soberanismo, por los demócratas. La suerte es esa, que la defensa de la democracia traspase las filas del independentismo, aunque por el camino se perdió al PSC. Josep-Lluís Carod-Rovira lo resumió con perspicacia el día de la manifestación españolista —y xenófoba, como se pudo constatar en la Via Laietana: “bote, bote, bote: catalán el que no bote”. El antiguo dirigente de ERC tuiteó: “Ni la Unió Socialista de Catalunya (Comorera, Campalans, Serra y Moret), ni el Moviment Socialista de Catalunya (Pallach, Rovira, Arquer), ni siquiera el PSC (Reventós, Obiols, Armet) jamás habrían ido a una manifestación como esa y con semejante compañía”.
El problema es que Miquel Iceta, que proviene del PSP de Tierno Galván, un partido jacobino, y Montilla, que era del Partit del Treball, una mezcla de maoísmo y populismo, no son hijos de ninguna de las tradiciones del socialismo catalanista que menciona Carod. Durante un tiempo debía pensar que sí, porque pactó con ellos, pero las crisis profundas acostumbran a tener el efecto de poner a todo el mundo en su sitio. Hay intelectuales del entorno socialista que llevan tiempo hablando del catalanismo como si no fuera con ellos, considerándolo una tradición ajena, “regalándolo” a la derecha y ninguneando a Valentí Almirall, Rovira i Virgili o Rafael Campalans. La irrupción del independentismo les sirve de coartada para sacarse de encima lo que ya les molestaba en otro tiempo. Ideológicamente retroceden hasta los años setenta, cuando para ellos incluso el PSAN era de derechas. Apunta Carod que cuando desfilas por las calles junto a según qué compañías, quien queda retratado eres tú. El PSC de Iceta y Montilla prefiere ir del brazo del fascismo que de los demócratas. Una lástima, pero es así.
Las calles inflamadas solo son un síntoma. Las movilizaciones, por multitudinarias que puedan ser, no son la prueba definitiva que la balanza se ha decantado por una idea o por otra. Es necesario el aval de las urnas. Y esto es lo que ocurrirá el 10-N. Los independentistas tienen que asumir que todas las elecciones son un plebiscito. Deben abordarse así hasta acabar con la crisis política actual. El independentismo en la calle corre unido ante la policía —la nuestra y la de ellos—, pero se presenta desunido ante las urnas. También lastimoso, como la desafección catalanista de los socialistas. No es momento para reproches. Cada cual sabe lo que hace y por qué lo hace y no hay que dar más vueltas al asunto
(Hablando de “la nuestra”, que el conseller ha convertido en la de ellos, déjenme que proclame muy alto: ¡Buch, dimisión!)
El objetivo del independentismo debe ser, si es que desea ser creíble, conseguir traducir el descontento de la calle en votos para obtener la mayoría de diputados
Hay que afrontar las elecciones del 10-N asumiendo la dispersión electoral. Decididamente, hay que acudir a votar, porque ocupar las calles es un derecho pero solo expresa un estado de ánimo y porque la democracia del Twitter no es una democracia de verdad. Esta red social y todas las demás —Telegram, Instagram, Facebook, WhatsApp, Signal, etc.— son excelentes plataformas de participación, que permiten publicitar las opiniones individuales, pero no son evaluables en términos democráticos, de entrada porque no son universales. Por lo tanto, actuar en política o tomar decisiones forzados por Twitter es, no cabe duda, un error. Ocupar las calles es importante, pero ganar en las urnas lo es todavía más. La democracia es el único objetivo por el que merece la pena perder la libertad, afirmaba Albert Camus. Solo en democracia pueden lograrse los ideales más elevados sin perder la libertad. Las urnas son el arma de las rebeliones que cambian el mundo. Por eso todas las dictaduras prohíben los partidos y dejan de convocar elecciones. Por eso los partidos españolistas se niegan a confrontarse con el soberanismo catalán en un referéndum. El miedo al voto es una respuesta tan ultramontana como todas las fake news que difunde Trump para afianzarse en el poder. En España, por desgracia, la opinión pública es, sin excepciones significativas, antidemócrata y xenófoba. Empiezan a conocerse datos demoscópicos que lo demuestran. ¡Vuelve la España negra! Lo han estimulado los partidos españoles, de derecha a izquierda, que respecto a la cuestión de Catalunya son más reaccionarios que Matteo Salvini.
(Por cierto, y puesto que menciono a Salvini, el independentismo no necesita el apoyo de este neofascista italiano.)
Hoy se inicia la campaña electoral. El objetivo del independentismo debe ser, si es que desea ser creíble, conseguir traducir el descontento de la calle en votos para obtener la mayoría de diputados. Es la fórmula ganadora. El independentismo ya ha ganado las calles... ahora tiene que ganar en las urnas. Este es el mensaje que debe enviar al mundo. Todo voto que impida la mayoría independentista es un voto para el unionismo. La abstención o el boicot activo (votos en blancos o nulos) es aceptar la derrota. Por lo tanto, con la nariz tapada, con pesadumbre, lanzando un taco o maldiciendo los huesos de los dirigentes políticos, es imprescindible que los independentistas demócratas elijan la papeleta que más les guste —o la que les desagrade menos— y votar.
(Puesto que hay que practicar con el ejemplo, y puesto que vivo en Barcelona, votaré a Laura Borràs, a Míriam Nogueras y a Jaume Alonso-Cuevillas. Si viviera en cualquiera de las otras circunscripciones, elegiría a los candidatos de la CUP. ¿Para el Senado? Roger Español, sin dudarlo).