Con pocas horas de diferencia, como si el destino quisiera unirles, han muerto dos hombres ligados al comunismo hispánico. Uno era artista y murió la madrugada del 15 de mayo, el otro era un político y murió al día siguiente, el sábado. Los dos encarnaban la figura del militante político, del compromiso con unos ideales. Eran el pintor valenciano Joan Genovés y el político andaluz Julio Anguita. Habían sido nombres de peso en lo que podríamos denominar hegemonía cultural comunista de finales del franquismo y los primeros años de la transición. Pertenecían a la generación que lentamente se va perdiendo en el infinito. Los comunistas, que junto con los nacionalistas catalanes y vascos, fueron el grueso de la oposición al franquismo, siempre supieron dominar mejor el espacio cultural público que los nacionalistas. Alrededor de los comunistas se agruparon muchos intelectuales y artistas, que a menudo eran más demócratas que partidarios de una fe ideológica concreta. Muchos de ellos creían firmemente en la reconciliación, que era uno de los puntales de la política dirigida por el PCE de Santiago Carrillo, y se convirtieron en “compañeros de viaje”, como se decía entonces. El famoso cuadro de Genovés, El abrazo —que después se convertiría en la escultura de hormigón que hoy está instalada en la rotonda de Antón Martín de Madrid para homenajear a los abogado de Atocha asesinados el 1977—, era una alegoría: “Estaban los presos políticos —dijo Genovés en una entrevista—, y yo me los imaginé saliendo, el abrazo con la gente que los esperaba afuera. Juntarse todos para empezar una nueva etapa”. Tanto Genovés, como su primo Paco Candel y muchos otros, formaban parte de la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura que tenía que marcar el paso hacia la ruptura pactada.
“La normalidad democrática” puso a todo el mundo en su sitio. El millón de personas que se dijo que acompañaron los féretros de los abogados laboralistas asesinados por la extrema derecha franquista —ahora reivindicada impunemente por Vox—, no sirvió para que el PCE mantuviera la fuerza que aparentemente había tenido anteriormente. La irrupción de Anguita en la política española se debió, precisamente, a la fuerza menguante de los comunistas en los primeros años 80, rompiendo el protagonismo que tuvieron cuando la dictadura se extinguía por la muerte natural del dictador. Las disputas ideológicas minaron a los comunistas, que por otro lado, salvo en Cataluña, no fueron jamás electoralmente muy fuertes. Anguita era el único alcalde comunista de una capital de provincia. En Córdoba se forjó su “mito”. Representaba el liderazgo fuerte —ahora tan criticado— de un personaje equiparable a los también comunistas Antoni Farrés, el alcalde de Sabadell que era votado incluso por la gente de derecha, o el primer alcalde democrático de Badalona, Màrius Díaz, o Lluís Hernández, “el Cura Rojo”, alcalde de Santa Coloma de Gramenet y que en 1991 no digirió bien la pérdida de la alcaldía. Anguita era, sin embargo, mucho más doctrinario que no lo eran los alcaldes que acabo de citar. Tenía la actitud sentenciosa del predicador, lo que a veces resulta muy molesto quienes no pertenecen al “rebaño”, porque va cargada de una innecesaria superioridad moral que los comunistas, en un sentido planetario y como ideología realmente aplicada, no se pueden otorgar de ninguna manera.
Anguita fue el inspirador del Manifiesto de las Amapolas, de 24 de noviembre de 1984, un documento con el que el PCA propuso superar los límites del partido para constituir una propuesta cívica y electoral nueva, Convocatoria por Andalucía, una especie de frente amplio. Aquella apertura no duró, a pesar de que el experimento sirvió de ejemplo a Rafael Ribó, entonces secretario general de un PSUC en crisis y fragmentado —destruido por las disputas ideológicas y los protagonismos— para plantear en 1987 la creación de Iniciativa per Catalunya. Asistí a la asamblea constitutiva de la temprana IC, cuya mesa presidió Josep Maria Solé i Sabaté, porque aquella propuesta, como la de Anguita, se basaba en la convicción de que solo la agrupación de gente muy distinta podría dar protagonismo a la multitud, al pueblo. Una multitud “individualizada”, por decirlo así, que es como supo representarla Genovés en un montón de cuadros —y fotografías— magníficos, donde las personas no son de ningún modo la masa amorfa que se concentraba en la plaza Roja de Moscú.
¡Descansad en paz, Joan y Julio!