Nadie estudia para ser president de la Generalitat. No es necesario, como ha quedado demostrado. También ha quedado demostrado que se puede llegar muy arriba y amasar mucho dinero sin tener estudios. La política gestiona una parte del poder y, por lo tanto, puesto que los poderosos se protegen entre sí, algunos políticos se aficionan al Monopoly y hacen lo que haga falta no para sobrevivir, que es a lo que están obligados la mayoría de los mortales, sino para no perder el privilegio. El otro día José Montilla, a quien siempre denominé president, pero que ahora me niego a hacerlo, demostró hasta qué punto los políticos viven en otro mundo. Los oropeles de la política le han causado que perdiese el norte y que al final ya no sepa distinguir que la ética y la legalidad no siempre van juntas. ¡Incluso las dictaduras se sostienen con leyes! La ética política es otra cosa. La avaricia ha matado a muchos políticos en el mundo. En Catalunya, también. Otro president, Jordi Pujol, a quien igualmente me resisto a denominarlo así, tiró por la borda su legado por una mentira fiscal sostenida durante años. Hasta que no se descubrió el engaño, no sé cómo debía justificárselo íntimamente. Quizás no pensaba en ello. Para muchos políticos la mentira es irrelevante. La usan en el Parlamento y la usan en casa.
En su comparecencia ante el Parlament, Montilla actuó como Pujol el día que compareció él y su esposa para justificarse ante la avalancha de críticas. Los tres, el matrimonio Pujol-Ferrusola y Montilla, se molestaron por la dureza de algunas intervenciones y reaccionaron como ningún abogado habría recomendado a su cliente que reaccionara para contrarrestar las evidencias que, mezcladas con la mala leche y la opinión, iban poniendo sobre la mesa los parlamentarios. A Montilla le supo mal que el representante de la CUP afirmara que el honorable socialista pertenecía a la “mafia del 78”. La expresión es mediática, pero no por ello es menos cierta. El régimen del 78 no es solo la Constitución, está representado, de forma muy especial, en los consejos de administración de empresas públicas —algunas privatizadas con los métodos conocidos por todos— o semipúblicas que proporcionan un buen sueldo a quien pertenece a uno de ellos. En los EE.UU., que es el país donde los lobbies actúan legalmente y a cara descubierta —o más o menos descubierta—, los expresidentes no se convierten en lobistas. Crean, en todo caso, fundaciones filantrópicas y bibliotecas presidenciales de gran prestigio. No sé qué es lo que va a hacer Trump, pues, en este sentido, le gusta el dinero tanto como a Montilla y a Pujol y eso quizás provocará que estropee el cargo de expresidente.
Si para llegar a presidente no es necesario tener estudios ni prepararse mucho, para convertirse en un buen gobernante tampoco existen manuales. Pero nadie puede llegar a serlo sin tener alguna cualidad. Cuando un país tiene que elegir un mal presidente para impedir que lo sea uno todavía peor no pude caer más bajo
Más pronto que tarde se celebrarán elecciones en Catalunya y elegiremos a un nuevo president, porque el actual, a quien los propios ningunearon desde el principio y él reaccionó aislándose, ya está caducado. No sé por qué, pero intuyo que el president Torra sabrá preservar la dignidad del cargo una vez jubilado prematuramente. Quizás porque, en el fondo, es algo así como un novecentista fuera de época. El president entrante —o presidenta, porque después de 131 hombres ocupando el cargo estaría bien que la honorabilidad recayera sobre una mujer— tendría que ser alguien con autoridad. Ya sé que esto de la autoridad y la jerarquía no se lleva ni siquiera familiarmente. Los patriarcas —y las matriarcas— están mal vistos. Para mí es error. No voy a defender el elitismo como hacen algunos viejos catedráticos. No es eso. Ahora bien, la gente dice unas cosas y reclama otras. Es como aquellos padres que alguna vez ya ves que estamparían a su hijo contra la pared pero que se reprimen con teorías pedagógicas al uso. Con la masa pasa lo mismo. Ojeas las encuestas y la primera preocupación de la gente es la seguridad, pero después oyes grandes críticas contra los políticos que reclaman o tienen un poco de autoridad. Enseguida se apela al cesarismo, a la descalificación, para criticarlo. Marta Pascal publicó un libro contra Puigdemont con el título Perder el miedo (a criticarlo y a discrepar) y cuando ella organiza un pequeño partido elige la dirección a dedo y la votan a la búlgara, sin listas abiertas, ni primarias ni toda la salmodia que se arguye cuando uno es la minoría. Ser mayoría y ser consecuente es lo que más cuesta.
Si para llegar a presidente —o presidenta, insisto— no es necesario tener estudios ni prepararse mucho, para convertirse en un buen gobernante tampoco existen manuales. Pero nadie puede llegar a serlo sin tener alguna cualidad. Cuando un país tiene que elegir un mal presidente para impedir que lo sea uno todavía peor no pude caer más bajo. A la canciller Angela Merkel tal vez le falta la empatía —que desborda en mujeres como Jacinda Ardern, la primera ministra neozelandesa—, pero tengo un amigo que vive en Alemania desde hace años y que no la ha votado jamás, que ahora, cuando hablamos por teléfono, se deshace en elogios hacia quien fue, un tiempo atrás, la diana de todas las críticas por sus políticas de austeridad. Merkel tiene autoridad mientras que Varoufakis es un diletante que juega a hacer política. Merkel se ha ganado la autoridad a pulso entre hombretones de todo tipo. Supongo que cuando se retire no osará aceptar ninguna oferta económica de las poderosas empresas energéticas para redondear la paga de excanciller. Su predecesor, Gerhard Schröder, socialista como Montilla, se dejó seducir por Putin y el sueldo que le ofreció la petrolera rusa Gazprom. La diferencia entre las dos actitudes es una cuestión de dignidad, de honradez, de humildad y, por encima de todo, de sentido común.